“Fascistas neoliberales”: mamarrachada conceptual, por Alejandro Armas
“Fascistas neoliberales”: mamarrachada conceptual, por Alejandro Armas

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De la neolengua chavista que hoy copa casi todos los espacios de poder en Venezuela se ha discutido mucho, con conclusiones por lo general desfavorables para ella. Desde todos o casi todos los puntos de vista es un ejercicio retórico despreciable. Ha degradado el discurso político nacional hasta convertirlo en gritería propia de un pleito entre borrachos, con insultos y groserías a la orden del día, ignorados olímpicamente por Conatel, a pesar de que son exclamados en horario no apto para menores en cadena nacional. Quienes lo vivieron (yo ni había nacido, pero me han contado), ¿recuerdan la reacción de escándalo cuando a Lusinchi se le ocurrió espetar frente a las cámaras un “Tú a mí no me jo…”? Eso no es nada frente a lo que ahora se escucha desde las tarimas en Miraflores y, para ser justos, las bocas de uno que otro dirigente opositor. En vez de avergonzarse, todos creen que se la están comiendo.

Está además la militarización del verbo. Toda forma de expresión de la vida civil tiene que ser metamorfoseada para que parezca salida de unas barracas. Así, por ejemplo, las bases del partido son “unidades de batalla”. Los cónclaves de figuras destacadas son “Estados Mayores”. Hay un “Estado Mayor de la Cultura”, que reúne a artistas e intelectuales oficialistas, y un “Estado Mayor de la Comunicación”, con periodistas. ¿Hay algo más incoherente que las artes, la filosofía y la prensa, reinos por naturaleza de la diversidad, actuando bajo lineamientos militares? La cosa no pasaría de farsa de mal gusto si no se tratara de un síntoma de la pretendida imposición desde el poder político de una uniformidad vertical del pensamiento y la acción, con inquebrantables estructuras de orden y obediencia, en la que el disenso es un enemigo que debe ser exterminado.

Tal vez el peor aspecto de la neolengua revolucionaria sea su obsesión por cambiarle el significado a los términos, para armar un vocabulario con el que explotar la insuficiente educación que en gobiernos anteriores fue una falla, y que en este más parece un objetivo. La cuestión ya fue tratada en este espacio, con foco específico en la transformación roja endógena de la palabra “oligarca”. Esta vez se hará un examen similar con otros dos descalificativos predilectos del chavismo: “fascista” y “neoliberal”.

A ver. Con estos adjetivos el PSUV y sus aliados se refieren sistemáticamente a la oposición, y sobre todo a sus dirigentes. Es decir, para el chavismo quienes lo adversan son al mismo tiempo fascistas y neoliberales. Pero, la idea de un “fascista neoliberal” es un adefesio semántico, una mamarrachada conceptual. Porque resulta que el fascismo y el liberalismo son inherentemente antagónicos. Se rechazan sin posibilidad de conciliación. No pueden convivir. La presencia de uno implica la ausencia del otro. Advierto de una vez que me deshago del prefijo “neo” por considerar que su añadidura a la palabra original constituye una etiqueta vacía, usada peyorativamente por la izquierda radical trasnochada. En realidad hay personas liberales y ya. Aunque se inspiren en autores más modernos que los clásicos de esta corriente (Smith, Ricardo, etc.), dudo que se hagan llamar “neoliberales”.

No es por menospreciar a nadie, pero tengo la impresión de que si se le preguntara a quienes repiten los señalamientos de fascismo y neoliberalismo en qué consisten esas acusaciones, no sabrían responder más allá de que son “algo malo”. Y es que el discurso de los líderes chavistas no arroja mayores luces sobre lo que significan los descalificativos que usa. Se limita a relacionarlos vagamente con comportamientos universalmente repudiados: egoísmo, prejuicio, violencia, etc. Es así como dos opuestos pueden convertirse en sinónimos.

Solo hace falta una indagación superficial, pero independiente, de los conceptos de liberalismo y fascismo para revelar su falsa fusión. En tal sentido, revisar sus orígenes basta. Comencemos por el más antiguo de los dos, el liberalismo. Su génesis está ligada al ascenso, en Inglaterra, de la burguesía comercial en el siglo XVII, a la que en el XVIII se le añadió la naciente burguesía industrial. A diferencia del continente europeo (con la excepción notable de Holanda), en la nación insular fueron los burgueses, y no la monarquía absoluta, quienes desplazaron a la nobleza terrateniente feudal como estamento dominante.

En torno a la nueva aristocracia, cuyos valores eran diferentes a los de la anterior, surgió una filosofía que pregonaba principalmente el laissez faire (“dejar hacer”). Esto es la mínima intervención del Estado en la economía nacional, dejando a los emprendimientos individuales relacionarse libremente en el mercado bajo leyes de oferta y demanda. Las autoridades públicas controlan lo menos posible la producción y distribución de bienes y servicios. Para los liberales, esto no necesariamente deriva en las injusticias sociales denunciadas por el marxismo. Sostienen que bajo este régimen el esfuerzo permite hasta a la persona de orígenes más humildes salir de la pobreza, y que la libre competencia estimula el ahínco por el trabajo de calidad. Todo eso se traduce, según ellos, en una colectividad más próspera por el agregado de individuos que luchan por su beneficio individual.

Aunque el liberalismo originalmente se concentró en aspectos económicos, con el tiempo algunas de sus tendencias se extendieron a lo social. Ejemplos: la libertad de cultos dentro de un Estado laico y, más recientemente, la libertad de identidad sexual y de consumo de sustancias tradicionalmente prohibidas.

Toca su turno ahora al fascismo. A lo largo del siglo XIX, gracias a la industrialización, la burguesía fue ganando terreno político en el continente europeo, como antes lo hizo en Inglaterra. El resultado de la Primera Guerra Mundial fue la estocada final para las monarquías absolutas y las viejas aristocracias agrícolas de “sangre azul”. Es entonces cuando surgen los movimientos fascistas entre los sectores más conservadores de la población, como una reacción, no solo al comunismo que amenazaba desde Rusia, sino a la consolidación del liberalismo.

Los dolientes del antiguo régimen no concebían una sociedad flexible de clases sociales, en la que se podía ascender y descender gracias al dinero. Añoraban el viejo sistema de división férrea por estamentos. Criticaban la situación del proletariado en el marco del capitalismo liberal, pero no porque la burguesía lo explotara, como sostienen los marxistas, sino porque lo explotara para su ganancia individual, sin considerar las “necesidades de la nación”.

El fascismo concibió un sistema económico en el que conviven la propiedad pública y la privada, pero con esta última totalmente sometida a los intereses del Estado, lo que se traducía en los intereses del partido de gobierno (ya que los fascistas identifican exclusivamente su ideología con el bienestar de la patria, igual que ciertas personas). Ello implicaba regulaciones para todo. Es el corporativismo de Mussolini, emulado en Portugal y Brasil con el nombre de “Estado Novo”.

Para tener de su lado a los campesinos y trabajadores, el fascismo les vendió la promesa de un futuro de gloria y redención nacional, el destino de una raza superior de la que son parte. Lograrlo implicaba una épica en la que todos, desde el ejecutivo más alto hasta el trabajador más humilde, conocen su papel y están felices de representarlo. Las clases sociales, en vez de luchar entre ellas, armonizan y luchan contra el sistema financiero internacional y los enemigos internos (etnias inferiores, inmigrantes, degenerados homosexuales, etc.)

¿Es todo esto cónsono con los principios liberales? Obviamente no. Ambas formas de pensamiento se han considerado desde el principio una amenaza el uno para el otro. El fascismo incluso depuso su conflicto con los comunistas para que entre los dos exterminaran el liberalismo europeo. Así estalló la Segunda Guerra Mundial. Alemania y la Unión Soviética se lanzan a conquistar el Viejo Continente. Pero la traición anticipada de Hitler a Stalin volteó la tortilla y llevo a una alianza entre los soviéticos y las democracias liberales (Estados Unidos, Reino Unido y Francia), que sepultó a los regímenes Mussolini y Hitler.

Así pues, tachar a la oposición venezolana de fascista y neoliberal al mismo tiempo es absurdo. Dicho lo anterior vale la pena preguntarse si se la puede catalogar en al menos una de estas categorías. ¿Está la MUD dominada por el liberalismo? Para nada. No hay que ser politólogo para darse cuenta de que la mayoría de los partidos que la componen pregonan alguna forma de socialdemocracia. Tiene sentido. Desde la revolución de octubre de 1945 esa ha sido la filosofía política predilecta de los venezolanos. Solo el chavismo ha podido disputarle esta posición, no con mucho éxito desde al menos el año pasado. En todo caso pueden verse aproximaciones al liberalismo en Vente Venezuela, el partido de María Corina Machado. Porque este país nunca ha tenido una tradición liberal como fenómeno de masas. ¿No lo cree? Pregunte por ahí a la gente si estaría de acuerdo con la privatización de Pdvsa y la UCV. Apuesto a que pocos responderían afirmativamente.

¿Y el fascismo? Por favor. Si tiene dudas, relea los párrafos anteriores. Hablar de fascismo en la MUD es una necedad todavía mayor.

Disertar sobre las cuestiones de la neolengua puede parecer una nimiedad mientras el país atraviesa esta tragedia. Pero no lo es. Estamos ante un Gobierno que se toma en serio la tesis goebbeliana de la mentira convertida en verdad por haber sido repetida mil veces. Combatir esa retórica es una forma de lucha válida, y discúlpenme si yo también sueno como un civil de verbo militar al decir esto.

 

@AAAD25