Comités de Abastecimiento, sacados del vertedero de la historia por Alejandro Armas
Comités de Abastecimiento, sacados del vertedero de la historia

CLAP

 

¿Qué puede uno decir? ¿Cómo se puede repetir semanalmente el rito de martillear sobre el teclado las letras que acaban con la virginidad de una hoja digital y llenar esta de contenidos negativos, sin caer en el lugar común, sin recitar la compilación de quejas e improperios, toda en mayúsculas y ventilada en redes sociales? Es difícil. La estupefacción que acompaña la furia hace cuesta arriba reaccionar más allá de la coloquial mentada de madre o el lamento, casi aullido, de desesperanza ante un futuro de mayor penuria garantizada. Pero hay que hacer el esfuerzo. Callar sería un proceder incluso más agobiante, ya que la falta de catarsis acumularía sin ninguna utilidad la frustración. “No se puede vivir con tanto veneno”, cantó una chica de al lado.

Así que aquí estamos de nuevo, como Zola ante la discriminación que desgarró a Francia, con otro “¡Yo acuso!” dirigido hacia la aberrante situación del Venzuela. Esta vez el señalamiento va a propósito del desabastecimiento crónico de productos que tiene a más de medio país deambulando las calles en busca de los bienes indispensables para no vivir como hombres de Cro-Magnon. Describir una por una las consecuencias de este flagelo solo podría derivar en una pérdida de tiempo para quien lea esto. Con toda seguridad el amigo lector está consciente de las colas, la reventa especulativa y los saqueos.

Sí conviene girar la atención hacia lo que el Gobierno ha hecho y sigue haciendo para acabar con el problema: controles y más controles. No importa cuántas veces los economistas les adviertan a las autoridades que este camino produce el efecto contrario al deseado.  La respuesta siempre será una encendida proclama de desprecio hacia la tecnocracia neoliberal y de fe inquebrantable en una planificación centralizada que se justifica con una supuesta “defensa del pueblo frente a los intereses reaccionarios y maquinaciones de la burguesía apátrida”.

Así, del control de cambio (en sí mismo una pésima idea comprobada) se pasó a la centralización de las importaciones mediante el Cencoex y la Corpovex. No solo el Estado asigna las divisas, sino que las despacha directamente al proveedor extranjero, a veces con retrasos de años. Se implementó además una regulación de la cadena de distribución, por la cual ni un gramo del producto se mueve sin que las dependencias del Gobierno lo sepan, so pena de multas y confiscaciones en caso contrario.

Pero el problema siguió, desde luego, toda vez que estas trabas más bien estrangularon el aparato productivo. Había que hacer otra cosa, algo que además fuera visible, que trascendiera los procesos de elaboración y transporte, ignorados por la mayoría de la población. Se fue entonces por los comercios, esos lugares donde el producto finalmente llega a las masas. La seguidilla de medidas tomadas en estos tres años para controlar la venta al detal es fácil de recordar: límites al número de unidades por cada compra, captahuellas, turnos semanales por terminal de cédula, presentación de partidas de nacimiento (en el caso de bienes para infantes), etc. Cada una de estas resoluciones fue acompañada por una promesa incumplida de que, gracias a ellas, en tantos meses se le torcería el brazo a las mafias del acaparamiento y el bachaqueo, y los productos a precio justo volverían a colmar los anaqueles.

Ahora Maduro se saca de la manga uno de sus ases favoritos: el llamado “poder popular”, las comunidades organizadas, esta vez bajo la figura de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP). Como ocurre con todas sus ideas cuando las estrena, ahora no hay alocución en la que el Presidente no se refiera a estas asociaciones comunitarias como la fórmula salvadora de nuestros desmanes microeconómicos. “¡Todo el poder para los CLAP!”, exclama reiteradas veces. Claro, porque no hay nada más prudente que otorgarle omnipotencia a algo que se acaba de crear, sin siquiera establecer un lapso de prueba para ver si la cosa funciona.

En fin, la dinámica parece ser que grupos vecinales en cada comunidad se encargarán de vigilar férreamente que todos los establecimientos, públicos y privados, cumplan con los precios regulados y  el catálogo completo de demás controles aludidos previamente. Así, según Maduro, se pondrá fin al mercado negro. Pero todo indica que, a pesar de la “p” entre las siglas, más que estimular producción, los CLAP serán otra intervención más, viciada por la ineficiencia, la corrupción y la discriminación. Es ingenuo pensar que estos grupos funcionarán de forma verdaderamente descentralizada y ajena a los intereses del PSUV. La señal más visible es la designación de Freddy Bernal como encargado de dirigir los CLAP a nivel nacional.

Lo más triste es que, una vez más, parece que el oficialismo decidió hurgar en el vertedero de la historia universal para sacar esta idea. Es como si Maduro la hubiera copiado de uno de los casos que le fascinan: el Chile de Salvador Allende. Los habitantes del estrecho país tuvieron que lidiar en ese entonces con las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios, o JAP, abreviación que hasta rima con la de nuestros comités caribeños del siglo XXI. Habrá venezolanos que piensen que el drama que viven hoy no tiene precedentes en ninguna parte. A ellos les sorprendería saber que Chile, esa nación vista como modelo de desarrollo económico y democracia estable en la Latinoamérica actual, pasó por una experiencia muy similar.

En 1970 la izquierda regional celebraba la elección del socialista Allende como presidente de la nación austral. Pero aquel sabía que la situación era delicada, pues heredó de sus predecesores una tierra azotada por inflación aguda crónica y desigualdades sociales muy marcadas. Por desgracia, se equivocó en la forma de resolver los entuertos. Para empezar, intentó estimular la demanda mediante un gasto público desmedido. También ordenó una oleada de estatizaciones de empresas nacionales y extranjeras, sobre todo estadounidenses.

Aunque al principio todo esto, aunado a un fuerte aumento de los salarios, pareció dar excelentes resultados en 1971, al año siguiente las presiones de una inflación disimulada por controles de precios se hizo sentir con furia. Buena parte de los empresarios, enajenados por las políticas socialistas, dejaron de invertir, con la consecuencia de una caída drástica de la producción traducida en desabastecimiento espeluznante. Para colmo, el Gobierno liquidó una porción sustancial de las reservas internacionales, lo que significó menos recursos para combatir la escasez, así fuera con importaciones.

Para principios de 1973 el cuadro era uno familiar a los venezolanos del presente: inflación altísima, poder adquisitivo pulverizado, anaqueles vacíos y colas interminables. El Partido Comunista, uno de los miembros de la coalición de Allende, sugirió crear las JAP como forma de asegurar el aprovisionamiento de las comunidades por las propias comunidades. Pero como el problema estaba fundamentado en cuántos productos había, y no en dónde encontrarlos, el fallo no se corrigió. Los JAP terminaron siendo un espanto para los comerciantes y para buena parte de la población en general, debido a su sectarismo político. A los consumidores les ofrecían acceso a los bienes a precios regulados y sin horas de colas, pero a cambio les exigían lealtad al Partido Comunista o al Gobierno completo. Así se llegó a una sociedad más dividida y polarizada, en una crisis alarmante, lista para el golpe de Pinochet y todo el horror que le siguió.

Las desavenencias en torno a lo que pasó en esos días siguen hiriendo a Chile, al punto de que hoy se mantiene la disputa al rojo vivo entre dos explicaciones. Una es el relato que se acaba de hacer. La otra señala que hubo un sabotaje planificado y sistemático, impulsado por el sector privado y las clases altas. A ello se añade la mano peluda del Tío Sam, indignado por las expropiaciones de negocios norteamericanos en el país, que movió sus fichas para facilitar la rebelión militar. Personalmente, creo que hubo una combinación de ambas versiones: pésimas políticas económicas, cegadas por la ideología oficial, y una reacción deliberadamente desestabilizadora a la que no le importó pasar de una catástrofe a otra con tal de deponer al mandatario.

Esta visión desprovista de maniqueísmo pudiera poner límites al paralelismo para no caer en la explotación de la historia que hace Maduro cada vez que se compara con Allende para victimizarse. El socialismo chileno gobernó solo tres años, no 17. En ese lapso no tuvo el tiempo (ni, quizás, la voluntad) de ahogar el aparato productivo con tantos controles. Tampoco llegó a formar una maquinaria de represión tan eficaz como la de sus admiradores venezolanos, ni se enfrentó a una oposición política con escrúpulos en cuanto a los sacrificios humanos que podía implicar su salida violenta del poder. Finalmente, el caso se circunscribe en la Guerra Fría, cuando Estados Unidos hizo destrozos en su lucha contra todo lo que oliera a izquierda.

Pero eso no evita que Venezuela pueda aprender de la lección de su vecino al otro extremo de la calle suramericana. Las crisis económicas son capaces de generar monstruos cuyo legado se añade a la sucesión de capítulos turbios en el paso de los países por las décadas. Todavía estamos a tiempo de una solución civil. Con apoyo militar indispensable, dirán algunos. Pero tendría que ser esencialmente civil. Esperemos que así sea. No me gustan las juntas de control de precio. Tampoco las de gorilas con uniforme.

@AAAD25