Los dos últimos legados por Ángel Oropeza
Los dos últimos legados por Ángel Oropeza

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Para poder garantizar la convivencia, y en su propio beneficio, los pueblos se dan leyes y normas. Éstas son las guías que orientan y regulan la coexistencia de personas que tienen –por inevitable mandato de la naturaleza- intereses, visiones y pareceres distintos.

La única forma posible de sociabilidad entre plurales, sean éstos una familia, un grupo, o una sociedad, es el establecimiento de reglas de juego consensuadas y claras que permitan a sus miembros un marco preciso para planificar sus propias acciones, orientar su conducta y disponer de un piso sólido sobre el cual levantar sus proyectos y su vida en común. No existe convivencia humana civilizada sin reglas de coexistencia. Lo contrario es el caos y la anarquía.

Es por ello que el reduccionismo de la ley y su degeneración a formas maleables y acomodaticias en beneficio de los hegemones de turno constituye un daño inconmensurable y perverso a la cultura política de un país. Y es un daño inmenso en 2 formas igualmente nocivas: en primer lugar, porque el aprendizaje social que se comienza a imponer es que la ley –en el sentido de norma universal que regula la convivencia – no existe ni tiene valor, sino que sólo impera el arbitrio e interpretación de los poderosos. Son los oligarcas del momento quienes imponen su voluntad y su parecer. Es el regreso a la ley del más fuerte, origen último de toda violencia. Quien pasa así a regular las interacciones sociales no es la ley ni la Constitución, sino la conveniencia de algunos militantes partidistas devenidos cínicamente en “magistrados”. Por tanto, las leyes pierden su valor de orientación y coordinación de la coexistencia nacional, y mueren en el altar de los apetitos de poder de los burócratas.

En segundo lugar, si los pueblos se acostumbran al criterio de que la Constitución y las leyes pueden violarse por la vía de interpretaciones de conveniencia económica o partidista, se abre un indeseable y peligroso boquete en la línea de flotación de la sociedad. Porque entonces, aplicando el mismo criterio de “la particular conveniencia”, el pueblo puede peligrosamente asumir también como “interpretativo” obedecer a una autoridad, pagar impuestos, acatar una orden judicial, aceptar un decreto del gobierno, respetar los límites de la propiedad ajena o simplemente cumplir cualquier disposición legal que a algún grupo social le parezca inconveniente.

Si a alguien le parece exagerado este escenario, permítanme recordar, sólo a manera de ejemplo, que la delincuencia generalizada de la cual somos víctimas hoy los venezolanos, tiene entre sus raíces esta percepción de condicionalidad de las normas. De hecho, una de las causas estructurales tanto de la inédita corrupción como de la indetenible delincuencia en Venezuela es la relativización de la ley, que la convierte en formalismos que pueden ser burlados dependiendo de la cercanía del delincuente o del corrupto a alguna fuente de poder, sea ésta política, económica, judicial, o de cualquier otra índole, y que explica los altísimos niveles de impunidad que registran hasta las propias cifras oficiales.

La obscena conveniencia circunstancial de nuestros poderosos “interpretadores de leyes” de turno puede convertirse en criterio generalizable que legitime y estimule no sólo la anarquía, el caos y el envilecimiento social, sino la violencia y la imposición del más fuerte.

Ya la gente sabía que la penuria y el dolor eran parte del legado del fascismo militarista. El acelerado avance de la pobreza, con su cara de escasez, colas humillantes y limitaciones indignantes a la cotidianidad, ya se reconocía como hija predilecta del actual modelo de dominación. Pero la altísima delincuencia –en sus modalidades de hampa común y de corrupción de cuello rojo-, y el “a jurismo” decadente de unos mal llamados “magistrados” interpretadores de leyes, que hacen con éstas lo que les da la gana, parecieran serlos últimos dos legados del fascismo bolivariano como forma particular de cultura política.

@AngelOropeza182

El Nacional