Hampa "for Export" por Javier I Mayorca
Crímenes sin castigo | Hampa «for export», por Javier Ignacio Mayorca

@javiermayorca

El martes 16 de febrero, la Policía Nacional panameña detuvo a dos venezolanos en la población de Betania, cuando intentaban sustraer con pinzas y un destornillador los dólares de un cajero automático. Los hombres, cuyas identidades no fueron reveladas, tenían en su poder tarjetas de débito y crédito a nombre de diversas personas, lo que hace suponer a las autoridades que ya tenían tiempo en el mundo del delito.

En el balneario Montañita de Ecuador causó estupor el asesinato de dos turistas argentinas, Marina Menegazzo y Maria José Coni, respectivamente de 21 y 22 años de edad. El crimen llegó a las páginas de la prensa el 22 de febrero. El abogado de los deudos Hernán Ulloa reveló a la prensa de ese país que uno de los homicidas sería un venezolano, apodado el Chamo, quien supuestamente actuó en complicidad con dos ecuatorianos ya detenidos.

El 26 de octubre de 2015 la población de Aruba se conmocionó al conocer el millonario asalto al casino Excélsior. Este tipo de noticias, desde luego, para nada contribuye en la consolidación del ambiente de tranquilidad que debe prevalecer en uno de los emporios turísticos del Caribe. Las autoridades iniciaron una búsqueda basada en los testimonios y registros de video del centro de juegos, hasta que detuvieron a tres venezolanos cuando intentaban abandonar la isla. Se trataba de Víctor Manuel Valente, Carlos José Huerta Ibarra y Julio García Capdevilla.

Estas noticias apenas ocupan espacios en la prensa venezolana, cada vez menos atenta a los problemas relacionados con la criminalidad. Sin embargo, reflejan una tendencia que ya está impactando negativamente a todos los países vecinos, e igualmente a territorios como el sur de Florida o España, con los que tradicionalmente se han relacionado los venezolanos.

La delincuencia pareciera que ya no se conforma con lo poco que hay en el país, e intenta expandir sus fronteras.

Uno podría pensar que este es un resultado “natural” de la diáspora que ha afectado al país durante los últimos tres lustros. Si de Venezuela se han ido según cálculos conservadores más de un millón de personas se puede suponer que no todas son honestas y acatadoras de las normas.

Pero los reportes de venezolanos tomados in fraganti en cualquier parte del mundo cuando cometen algún tipo de delito (más allá de las frecuentes infracciones a las leyes de tránsito) se han hecho cotidianos. En Taipei, por ejemplo, una venezolana de 24 años de edad fue detenida cuando hurtaba jamón, carne, pan y leche de un abasto. Las autoridades suponen que ella obtenía el sustento diario mediante esta actividad desde que ingresó tres años antes como turista y se quedó allí como inmigrante ilegal, sin trabajo conocido.

Muchos venezolanos delinquen en otros países al creer que allá las cosas se manejan con la misma ligereza que en el territorio nacional. Primero sacan pequeñas cosas de las tiendas, se saltan los pagos en el subterráneo e incumplen las normas de tránsito. Luego van a cosas mayores. En agosto de 2015 dos venezolanos fueron identificados como parte de una banda que perpetró por lo menos 30 asaltos a condominios lujosos del sur de Florida. El grupo en el que supuestamente participaban Alberto Colmenares Machado y Wilmer José Paúl Gamboa operó por lo menos durante dos años hasta que la policía de Key Biscayne determinó que los sujetos viajaban a Estados Unidos con el preciso objetivo de cometer sus robos. Luego, regresaban a Venezuela.

Colombia es quizá el primer país en padecer la explosión de criminalidad que viven sus vecinos de la frontera oriental. No solo es que muchos neogranadinos han resuelto volver a su tierra, para huir de la inseguridad que hay aquí. Ahora, las poblaciones fronterizas se ven impactadas por el accionar de los criollos. En febrero, por ejemplo, la Policía Nacional colombiana detuvo en Cúcuta a Alexis Francisco Magallanes, de 25 años de edad, involucrado en una red que extorsiona a empresarios de esa ciudad fronteriza.

Pero el hampa nacional también ha llegado a Bogotá. El 4 de marzo, un venezolano junto a un transexual fueron detenidos cuando intentaban atracar a un taxista en la capital colombiana.

Estos casos difícilmente se veían hace unos años. El venezolano aún mantenía algo de la cortesía y la civilidad que observó Alejandro de Humboldt en sus viajes por estas tierras durante el siglo XIX. Estos atributos parecían mantenerse en el siglo siguiente, a juzgar por lo que señalaban autores como Augusto Mijares en Lo afirmativo venezolano.

Desde luego, no se trata de hacer generalizaciones. Pero sí hay que observar lo que ya podría ser una tendencia preocupante. Es necesario asumir que parte del cambio sufrido por los venezolanos durante los últimos años ha puesto de manifiesto conductas y valores que poco tienen que ver con la institucionalidad y el imperio de la ley.

El resultado más evidente ha sido la elevación sostenida de los índices de violencia criminal en todo el territorio nacional. Esto, tarde o temprano, rebasa los límites fronterizos.

Si bien es cierto que la mayoría de los relatos sobre venezolanos detenidos en el exterior se refiere a delincuentes rudimentarios y poco organizados, que aparentemente salen del país a explorar oportunidades en otros territorios, es apenas cuestión de tiempo para que comience a hablarse de organizaciones delictivas criollas en el extranjero. Por ejemplo, en países de Africa Occidental, con Guinea Bissau a la cabeza, desde hace ocho años se reporta con insistencia la participación de connacionales en el tráfico de drogas.

Según Federico Varese (2011) los procesos de “trasplantado” de organizaciones delictivas se facilitan en la medida en que los miembros de tales grupos son capaces de enlazar la demanda en un lugar con las posibilidades de ofertas de bienes y servicios ilegales en otros.

Estas estructuras, además, tenderán a buscar sitios donde la migración del país haya hecho “cabeceras de playa”, es decir, asentamientos más o menos numerosos en los que se puedan mimetizar. Todos estos procesos, claro está, se aceleran en un mundo como el actual, donde se vive una revolución de la movilidad (Naím, 2015).

Si seguimos estas premisas podremos explicar el creciente involucramiento de venezolanos en hechos delictivos en países cercanos. No sólo Colombia, sino también en Estados Unidos y Panamá, donde según voceros diplomáticos hay más de 4000 venezolanos tras las rejas. El control de cambios impuesto en Venezuela desde 2003 se convirtió en un acelerador de estos procesos. Hubo grupos que instalaron operaciones simultáneamente en ambos países precisamente para proveer el servicio de cambio de moneda tan requerido en una economía dependiente de importaciones como la venezolana. Eventualmente, estas organizaciones incurrieron en estafas millonarias. Entre las víctimas figuraban personas inocentes, algunas de ellas impulsadas por estados de necesidad. Pero también estaban elementos que solo querían aprovechar este servicio para colocar en el exterior dinero mal habido.

En la medida en que los mercados nacionales eran sometidos a restricciones, se generaban nuevas oportunidades para estos grupos posicionados en el exterior. Al final, quienes gozaran de las mejores relaciones en los ámbitos político y financiero del país poseerían una importante ventaja. Son los tenientes y generales que se ocultan en Florida, los bolichicos que ahora compran purasangres por millones de dólares en subastas abiertas. Y también (en menor escala) las Iroshimas que se asocian para abrir spas en Doral.

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