Para ser demócrata por Alejandro Armas
Alejandro Armas Ene 29, 2016 | Actualizado hace 3 semanas
Para ser demócrata

Democracia

 

Es obvio que el oficialismo no ha sabido interpretar de ninguna manera los resultados de las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre o, peor aún, los entendió pero se niega rotundamente a aceptar sus implicaciones.

Digo que es obvio porque a casi dos meses de los comicios, el Gobierno no ha dado ninguna señal de que realizará cambios de fondo. Y resulta que la gente sí votó por un cambio, más allá de las consignas de la Mesa de la Unidad Democrática.

Quizá una excepción sea el reconocimiento de la crisis económica. Pero, ¿de qué sirve si ella es atribuida en su totalidad a un supuesto conjunto de acciones malignas de otros, sin un mea culpa sincero? ¿Es acaso indiscutible que el Gobierno está convencido de que hay que acabar para siempre con la adicción a los petrodólares, justamente cuando el crudo está por el piso? Con sus argumentos de una “conspiración internacional” para explicar ese desplome, difícilmente convence sobre las intenciones detrás de su supuesto despertar del dulce sueño petrolero.

Hasta ahora el mensaje que el Ejecutivo y sus colaboradores en los demás poderes públicos han mandado a la gente pudiera resumirse en algo así como “hemos cometido unos pequeñísimos errores que ya estamos enmendando, pero los culpables de 99,9% de este desastre son otros; solo nosotros podemos arreglar la situación, y el que piense lo contrario, ¡mejor se calla la boca!”.

En otras palabras, no hay un verdadero deseo manifiesto de rectificar. Maduro llama al diálogo con los empresarios, pero solo acepta sus propuestas de retoques mínimos, insuficientes para sacar adelante la producción nacional. Hace igual con los líderes de la ahora mayoritaria oposición, con un ramo de olivo en una mano y una pistola en la otra, combinando las invitaciones con las amenazas. Estas ambiguas propuestas se vuelven difusas y poco esperanzadoras en el trasfondo de una radicalización del modelo político, económico y social oficialista, que ha concentrado la mayoría de los esfuerzos gubernamentales.

Resulta trágicamente paradójico que los sucesores de Chávez pretendan imponer al país como sea su visión de las cosas justo cuando más de la mitad de los venezolanos les manifestó su rechazo, bien sea votando por sus adversarios o absteniéndose de acudir a la urna. Lo que están experimentando ahora es una crisis de representatividad, que implica que pocos ciudadanos siguen identificándose con ellos, con su accionar y su mensaje.

El Gobierno estaba advertido. Todos o casi todos los diagnósticos de la opinión pública realizados por las encuestadoras desde mucho antes del 6 de diciembre concluyeron que una enorme mayoría de los venezolanos no creía que existiera la tan mentada “guerra económica”. A esos con razón escépticos yo añadiría un importante sector, conformado sobre todo por seguidores de Chávez hoy descontentos, para el cual quizás sí había tal guerra, pero en ese caso Maduro era un pésimo general, porque todas sus estrategias fracasaban ante el enemigo.

Una crisis de representatividad como esta, si no se combate efectivamente, se convierte en un cáncer que poco a poco consume el sistema político afectado. En ese sentido el chavismo hoy padece el mismo mal que, al liquidar a otros, le permitió hacerse con el poder. Vamos cómo fue eso.

Desde la década de los sesenta y por unos 25 años, Acción Democrática y Copei lograron entre los dos una representatividad que ni siquiera Chávez en su mejor momento consiguió.  La prueba de ello era que la suma de los votos obtenidos por sus candidatos en elecciones casi siempre era más de 80% del electorado, y a veces más de 90%, con una participación que haría parecer insignificante la de los comicios de la era “revolucionaria”. Los adecos, sobre todo, aunque a algunos nos les guste hablar de eso, tenían un aura de popularidad que no creo que haya sido igualada por ningún otro partido moderno en Venezuela (opino que fue Chávez como individuo, y no el PSUV, el que desató la pasión de tanta gente). Hubo terceras opciones, como el MAS, con una base de apoyo importante, pero muy pequeña al lado de la de los gigantes blanco y verde.

Al principio al país le iba muy bien económicamente. Los bolsillos nunca estaban demasiado vacíos pero luego del aparente esplendor de la “Gran Venezuela” de los setenta (noches en Sabana Grande, viajes fáciles a Miami, etc.) vino el “Viernes Negro”. A partir de entonces aumentó lentamente la pobreza y bajó la calidad de vida. Los gobiernos que se sucedieron estuvieron marcados por la incapacidad y la corrupción. Pero la ciudadanía de a pie por lo visto no lo notaba mucho, no reaccionaba. Lusinchi salió de Miraflores en 1989 con una altísima popularidad.

Entonces se dio el Caracazo, tragedia brutal y aun traumática en la memoria colectiva del venezolano, que sirvió de cortina divisoria entre la estabilidad y un deterioro rapidísimo. Empobrecimiento acentuado, golpes militares, destitución de un jefe de Estado, crisis bancaria y nuevos escándalos de mal manejo de dinero público. Así fueron los años noventa. La gente dejó de confiar en sus líderes tradicionales. Caldera volvió a ganar la Presidencia, pero no con Copei. Como uno de los médicos que atendió el parto de la mal denominada “IV República”, esta vez la recibía en la sala de emergencias para tratar de revivirla. No lo logró y tuvo que dejar los guantes del cirujano para tomar la pala del sepulturero.

La clase política de entonces pudo haber detectado a tiempo el problema, con toda su magnitud, al menos desde los ochenta. En vez de eso corrió la arruga y no realizó la mayoría de las reformas que el país necesitaba, hasta que fue demasiado tarde. Eso mismo es lo que le pasa al chavismo ahora. No se da cuenta de que una enorme mayoría de los ciudadanos se ha cansado del statu quo, ha desechado sus ideas y rechazado sus métodos. No se da cuenta o no le importa.

Sin embargo, hay una diferencia entre estos dos casos de crisis de representatividad. A pesar de todas sus fallas, los dirigentes adecos y copeyanos eran demócratas. No permitieron de ninguna manera que los apartaran con fusiles, pero cuando fue con votos, lo aceptaron y cedieron. Admitieron su derrota con todo lo que ella significaba. Haberlo reconocido así no significaba que se dieran por perdidos para siempre (el “fenómeno Ramos Allup” demuestra que fue así).

Todo lo contrario ocurre ahora con la cúpula roja. Su respuesta a la fuerte pérdida de popularidad ha sido furibunda y reaccionaria. Dice que el pueblo, y nunca ello, es la equivocada. Usa su hegemonía sobre los demás poderes públicos para bloquear cualquier iniciativa de la nueva Asamblea que vaya contra su punto de vista.

Respaldados por su ejército de medios de comunicación, los máximos voceros del proceso retuercen a su antojo las propuestas de sus oponentes, al punto de afirmar que todo planteamiento de cambio de gobierno adelantado sería un golpe de Estado. Como si la Carta Magna no contemplara los revocatorios, ni las reformas y enmiendas constitucionales, ni las asambleas constituyentes. Como si ninguno de estos mecanismos pasara necesariamente por una consulta electoral.

Roberto Roena y su banda, el Apollo Sound, lanzaron en 1976 una sabrosa salsa titulada “Para ser rumbero”, cuya letra enumera los requisitos que una persona debe reunir para ser el alma de la fiesta. Alguien hoy pudiera componer una pieza llamada “Para ser demócrata”, con la adaptación conceptual pertinente, y dedicársela a los dirigentes del oficialismo. Aunque tal vez ese sea un son al que nunca podrán bailar.

 

@AAAD25