La fábula chilena y su moraleja electoral por Alejandro Armas
Alejandro Armas Dic 04, 2015 | Actualizado hace 3 semanas
La fábula chilena y su moraleja electoral

Pinochet

 

“Solo los gobiernos democráticos cambian con votos. Un país no tiene un gobierno democrático. Por lo tanto, el gobierno de ese país no cambia con votos”. Aquellos que estudiaron alguna carrera humanística y vieron una cátedra sobre lógica recordarán argumentos como este, llamados silogismos, probablemente en la repetida versión de Sócrates, el hombre mortal. Bien planteados, se supone que son irrefutables. Pero como sabemos, en política la realidad no es tan sencilla como el silogismo que les presenté.

Dicho esto, surge la interrogante sobre si es posible que los ciudadanos de un Estado sin democracia consigan introducir reformas en el mismo mediante el sufragio. Pues sí, resulta que es posible, aunque definitivamente no fácil.

Para que esto ocurra, tienen que debilitarse las condiciones que antes permitieron al gobierno de ese país suprimir la democracia. Digo debilitarse al punto de que las autoridades vean seriamente amenazada su estabilidad si no ceden. Por ejemplo, pueden ser catalizadores de este proceso un profundo descontento social o el amplio rechazo de una comunidad internacional que antes permanecía, en el peor de los casos, indiferente.

No soy politólogo y no me siento en capacidad de hacer una disertación teórica sobre el tema, pero considero que en la historia hay casos que ayudan a entender lo que digo. Uno de ellos es el de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990) y cómo se pasó de ella a la nación que hoy conocemos, una de las más democráticas de Latinoamérica. Veamos.

En el contexto geopolítico, este régimen surgió como uno de los lamentables episodios de la Guerra Fría. En sus primeros años contó con el pleno apoyo de Estados Unidos, por su férrea vocación anticomunista. Década de los 70. Fidel y sus barbudos eran vistos como modelos a seguir por buena parte de la juventud latinoamericana.

Además del respaldo norteamericano, la mayoría de los vecinos más próximos estaban en la misma sintonía que el Chile de Pinochet. Sobre Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia pesaba el yugo de dictaduras militares originadas en golpes de Estado. A todas las unía un interés por erradicar la izquierda, radical o moderada, de sus territorios. Dato curioso: en ese momento Venezuela era de los pocos países del vecindario donde imperaba la democracia, y uno de los refugios predilectos de los ñángaras perseguidos del Cono Sur.

Dentro de sus fronteras, Pinochet se sintió igual de cómodo al principio. Tras el desastre para la economía que supuso el gobierno de Salvador Allende, su sucesor dejó las finanzas nacionales en manos de los llamados “Chicago Boys”, un grupo de jóvenes economistas devotos de la ortodoxia liberal de la Escuela de Chicago (de ahí su nombre) y el monetarismo de Milton Friedman.

Los muchachos actuaron con rapidez. Cual cirujanos en la sala de emergencia, aplicaron una “terapia de shock” a la malherida economía chilena. Consistió principalmente en una brusca reducción del gasto público y la privatización de todas las empresas públicas (menos el cobre, principal recurso mineral del país). Los resultados fueron impresionantes. Para ponerlo en una cifra que a los venezolanos nos mantiene en permanente estrés, la inflación pasó de más de 500% en 1973 a apenas 9,1% en 1981. Desde 1976 y hasta 1981 la economía mantuvo un crecimiento de entre 5% y 10%. Friedman llamó este avance el “milagro de Chile”.

Con tales condiciones internas y externas, Pinochet pudo mantenerse en el poder sin ningún tipo de legitimidad democrática. Pero en los años 80 estos pilares de la dictadura se vinieron abajo.

En la segunda mitad de la década, la Unión Soviética empezó a desmoronarse poco a poco y la expansión comunista dejó de ser una amenaza para Occidente. Por lo tanto, la represión de la izquierda revolucionaria en regímenes como el chileno ya no era una excusa válida ante el mundo para las aberrantes violaciones de Derechos Humanos (a mi juicio nunca debió serlo). Las dictaduras militares suramericanas fueron desapareciendo una por una, la mayoría con transiciones pacíficas. Chile se iba quedando solo entre los gobiernos de este tipo.

Paralelamente, una crisis en 1982 revirtió prácticamente todos los logros de los Chicago Boys. La economía tuvo una alarmante contracción de más de 10% ese año. Para retomar la senda del crecimiento hubo que tomar algunas medidas que fueron incluso más estatistas que las de Allende. Al cabo de unos años la situación económica se estabilizó y se impuso un modelo liberal más moderado, pero el costo social fue enorme: para 1987 la tasa de pobreza era de 45%, y tres años más tarde duplicaba la que había al inicio de la dictadura.

En medio de esta nueva situación, el viejo dictador se supo debilitado. Dicen las malas lenguas que un encuentro con Juan Pablo II en 1987 fue lo que lo hizo aceptar que no podía seguir como si nada.

Un apartado de la Constitución de 1980, diseñada para convenir al régimen, establecía que luego de ocho años Pinochet debía someterse a un plebiscito, en el que los ciudadanos podrían decidir si se mantenía o no en la presidencia. Esta suerte de referéndum se celebró en 1988. Pinochet lo perdió con 55% de los votos (sobre estos eventos los invito a ver la excelente película de Pablo Larraín llamada simplemente No, como la opción ganadora del plebiscito). Por orden de la misma Constitución, se llamó a elecciones presidenciales para el año siguiente. Pinochet no podía participar. Ganó el candidato de una oposición democrática unida, Patricio Aylwin.

¿Cómo permitió Pinochet que todo esto pasara? Incluso después del plebiscito y las elecciones, retuvo el control de los militares como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Quien fue golpista una vez podría serlo otra. Pero el tirano se dio cuenta de que esto ya no era suficiente y optó por reconocer la voluntad del pueblo. Así, Chile dictó al mundo cátedra de transición a la democracia sin armas, sino con votos.

Quizás muchos venezolanos se sentirán identificados con esta breve fábula. Si es así, solo a ellos les corresponde agregarle a su propia historia un capítulo final y moraleja que concuerden. Insisto: la política no es tan sencilla como el silogismo con el que arranqué estas líneas. Aquellos que no quieran que todo siga igual en el país tienen una poderosa herramienta en el voto que podrán ejercer el domingo.

 

@AAAD25