Según Gaspar por Francisco Gámez Arcaya - Runrun
Sendai Zea Ene 05, 2014 | Actualizado hace 10 años

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La arena me golpeaba con violencia en el pequeño espacio de rostro que había dejado al descubierto. El calor del día, el frío de la noche y el incesante bamboleo del dromedario, hacían de la travesía una jornada agotadora. Una sola cosa nos mantuvo en pie: la estrella. Al amanecer, su brillo era embriagante. Nos regalaba destellos especiales como si supiera que necesitábamos de un último bálsamo antes de desvanecerse por el resplandor del sol. Al caer la tarde, volvía a nosotros. Confirmábamos el rumbo y seguíamos. Fueron largos meses de viaje.

Cuatro meses atrás, Melchor llegó a mi casa. Sin aliento, con voz de agitación y llanto, me contó todo. Era el fenómeno que habíamos anhelado desde siempre. Era la esperanza de la que tantos se burlaban. Apareció tenue en el firmamento, como si quisiera mostrarse tímidamente. Para nosotros, que leíamos los astros todas las tardes, no hubo duda. Muchos, sin embargo, no notaron la diferencia. Viven sus vidas sin preguntarse nada. Llegamos a la casa de Baltasar, y ya no había nada que decir. Bastó una mirada para correr al pozo de agua que usábamos para ver el reflejo del cielo. Y ahí estaba la estrella. Volvíamos la mirada al cielo y luego al reflejo del pozo. Ahí estaba.

En una semana empacamos nuestros libros. Compramos viejos camellos. Cargamos unos cuantos baúles con víveres y ropa. Y emprendimos el viaje siguiendo la estela del enigmático astro. Había llegado la hora. Nos disponíamos finalmente a confirmar las antiguas profecías judías.

Desde ese entonces, por largos meses, un manto de arena rojiza fue todo lo que mis ojos vieron. Pasábamos las noches a la intemperie o en los refugios de los comerciantes de seda. Dátiles y algunas vasijas de vino, nos mantuvieron en pie.

Jerusalén

En medio de cada tormenta de arena, surgían espacios de calma. Todo cedía en una breve tregua que nos permitía respirar por un instante. Y luego, nuevamente el silbido que anunciaba otra ráfaga. En uno de esos descansos, la vimos. Habíamos llegado a Jerusalén. La ciudad se mostraba imponente, amurallada y coronada por el templo. De ella entraban y salían multitudes. Peregrinos, comerciantes, soldados. Sin embargo, el corazón del pueblo judío lucía indiferente ante la estrella. Conversamos con los fariseos más respetados, los saduceos más instruidos, los escribas más versados. Nos veían con extrañeza. Baltasar, siempre tan explosivo, reaccionaba con violencia ante las burlas de los cultos habitantes de Jerusalén. Melchor parecía indiferente. Solo se interesaba en mantener el rumbo. Yo pensaba en descansar.

Caminamos entre las pobladas callejuelas de la ciudad. De pronto, como aquellas tormentas, aparecían los soldados romanos. Sus caballos destruían todo a su paso. Cabalgaban por las estrechas calles como si fueran amplias praderas. Todos corrían, gritaban. Al pasar los caballos, la gente pegaba las espaldas a las paredes. Luego, todo volvía a la calma. Una calma cargada de rabia y dolor.

Herodes

Mientras caminábamos, se abrió a nuestra vista el imponente palacio de Herodes. Viniendo de tan lejos y con nuestra sabiduría de credencial, pedimos audiencia con el rey. El asistente de Herodes no mostró rasgos de burla ni extrañeza cuando le expusimos el propósito de nuestro viaje. Simplemente se limitaba a escuchar todas nuestras explicaciones. Esperamos un tiempo en la antesala. Luego, el mismo Herodes nos recibió. Nos trataba con familiaridad y con honores. Era visible el asombro de sus ayudantes.

Teníamos meses sin comer algo caliente. La abundancia, los olores, la música, todo nos envolvía en un vapor lleno de placer. Baltasar hablaba sin parar. El vino había hecho sus efectos. Melchor, por primera vez en meses, se despreocupó por un rato del rumbo de la estrella. Yo solo pensaba en comer más y más. El cordero asado, el pan recién horneado, el vino. Un banquete espléndido acompañado de las amabilidades del poderoso anfitrión. Me sentí importante. Finalmente alguien valoraba nuestros estudios, nuestro viaje, nuestra inteligencia.

Al día siguiente, al despedirnos, Herodes nos pidió que regresáramos pronto, luego de haber llegado a nuestro destino final. Otra fiesta como aquella sería un deleite. Acordamos volver.

Belén

Cuando salimos de Jerusalén, la estrella trazó un recorrido inusual. Melchor subía la mirada y luego volvía a sus mapas. No entendía el porqué de aquel brillo tan intenso y de aquel movimiento tan determinante. Todo indicaba que debíamos seguir hacia la pequeña Belén, la ciudad de David. Todo coincidía con las profecías.

Belén es muy distinta a Jerusalén. Es una tierra de pastores. Un pueblo pequeño, eclipsado por su poderosa vecina, Jerusalén. Las calles eran más anchas. Al entrar a la ciudad, la estrella resplandecía como el sol del desierto. No nos atrevíamos a vernos. El corazón me latía hasta dejarme sin aliento. Los camellos continuaban su recorrido, hasta que súbitamente se detuvieron como estatuas frente a una gruta paupérrima.

No podía moverme. No tenía el valor de pisar aquel suelo. Algo inexplicable me hacía sentir pequeño y torpe. Me veía indigno de estar en aquel lugar tan pobre, pero a la vez tan excelso. Nos bajamos lentamente de los animales. Y sin hablar, sin hacer ruido, nos acercamos a la entrada de la gruta.

El encuentro

Era de noche, pero el brillo de la estrella inundaba de luz aquel lugar. Al fondo vi una mujer sentada en un banco. Una hermosa joven, serena, vestida de sol. No podré olvidar jamás aquella mirada. El amor, la humildad y la esperanza se me alojaron en el corazón cuando me vio. A su lado, de pie, estaba un hombre. Tocaba el hombro derecho de la mujer con su mano izquierda, llena de callos. Alto, tranquilo, apacible. Su actitud era como la de aquel que se siente conducido por algo infalible. Cuando la mujer giró su cuerpo hacia nosotros, notamos que tenía un niño en sus brazos. Caímos de rodillas. Nunca antes mis ojos, acostumbrados a estrellas fugaces y constelaciones, habían visto tanta grandeza en tan humilde pequeñez. La luz de la estrella enfocaba toda su luz en el rostro del bebé. A tientas, queriendo ofrecer algo, así fuese poco, saqué de mi bolsillo unas virutas de incienso. Estiré mis manos con la mirada pegada al suelo, humedecido por mis lágrimas. Melchor les ofreció un puñado de mirra y Baltasar, unas moneditas de oro que guardaba de reserva. Nosotros, hombres de ciencia, eruditos, ahora postrados y sin habla, ante un niño. Y yo, Gaspar, sabio y maestro entre los míos, aún con arena en los oídos, aún aturdido por la fiesta de Herodes, de rodillas ante Dios.

La mujer se levantó. Con extrema suavidad caminó hacia nosotros y nos acercó también al niño. Sonriendo, siempre sonriendo, tomó los regalos y nos dio otro de vuelta: poder tocar al pequeño. Dios, creador de todo, se había hecho un indefenso niño. El artífice de todas las estrellas del firmamento, tenía ahora unas manos limitadas, incapaces de alcanzar lo que Él mismo había creado, lo que Él mismo rige.

No sé cuántas horas pasamos en aquella gruta. El tiempo se detuvo mientras estuvimos allí. Al salir, de regreso a casa, tomamos un camino distinto. Poco importaba Herodes, y sus halagos, y sus banquetes. No habían tormentas de arena que nos detuvieran. Ni frío ni calor ni incomodidades. Por su parte, la estrella tenía ahora otro brillo. Brillaba desde nuestros corazones, y para siempre.

@GamezArcaya

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