Editorial Tal Cual: 99 por Fernando Rodríguez - Runrun

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Son devastadores moralmente quince años de una política oficial negada a la transparencia democrática, acostumbrada a la impunidad para cualquier delito que tenga que ver con las alturas del poder y que utiliza sistemáticamente la triquiñuela para obtener sus fines. Bribonadas mondas y lirondas que se enmascaran con el pretendido derecho de la revolución a colocar su sobrevivencia, su perennidad, y el logro de sus objetivos por encima de cualquier formalismo legal, que no es más que un escollo al servicio del enemigo artillado, la contrarrevolución.

Esa descomposición, que no solo afecta a las filas del gobierno pero que, sin duda, tiene en éstas su motor principal se manifiesta en los llamados saltos de talanquera, que hasta han generado una fórmula legal que los sanciona en el parlamento. Con la cual la fracción gubernamental se protege, ella, de que no mermen sus filas y, por supuesto, parece no contar para los que hacen el camino contrario, saltar de la oposición al oficialismo. Lo menos que se puede decir es que no es muy elegante hacer tan explícita y sujeta a castigo implacable la desconfianza en la condición moral de los honorables diputados revolucionarios.

Porque el tal salto se entiende como una canallada, es decir, impulsado por motivos viles. Nada que ver con los cambios o disensiones que forman parte del itinerario vital de un político, ingrediente necesario de nuestra fragilidad humana y que tiene su tempo y sus razones.

No es el caso del saltarín que actúa movido por miedo, apetencias muy materiales o reconcomio con el bando del que se aparta. El gobierno ha sido maestro, bastante descaradamente, moviendo esos resortes. El diputado Mardo dijo con todas sus letras y a voz en cuello que se le atacaba como se lo atacó, sujeto de corrupción y otros delitos, porque se había negado a pasarse al bando oficial como se le había solicitado conminativamente.

Nadie se tomó el trabajo de desmentirlo y se le sometió a una infamante e innoble persecución judicial que, de Mardo haber saltado, evidentemente no hubiese tenido lugar. El diputado Hernán Núñez, para sorpresa hasta de sus vecinos de bancada, hizo un espantoso show público para justificar que, de un día para otro, había cambiado su ideario político. Funcionó el chantaje. El caso de William Ojeda es otro arquetípico: frustradas sus aspiraciones electorales en el seno de la MUD no tuvo el menor empacho en cantar loas continuas de todo aquello que, apenas ayer, había abominado con la mayor fiereza.

Y basten estos ejemplos de esa impúdica compra-venta de conciencias y principios.

El caso de la búsqueda del diputado 99, valga decir la mayoría necesaria para habilitar a Maduro, mutilando una vez más la sustantividad y separación de los poderes y poniendo en manos inexpertas y torpes la facultad de legislar, esa búsqueda abierta, un verdadero suspenso mediático, indica como se han normalizado esas subastas morales. La gente se pregunta, ¿quién será el portador de ese voto?, ¿cuánto le habrán ofrecido?, ¿qué pecado le habrán descubierto? Ya la fiscala abrió un camino, posiblemente no será el único, reactivando un caso del 2008 de una diputada monaguense que había permanecido invisible aun cuando ésta fue electa por el PSUV en el 2010. Mera casualidad.

¿No es todo esto un estercolero moral y político por demás impúdico, un tráfico de traidores?