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El Espectador (Colombia): Lo revolucionario es sincerarse por María Teresa Ronderos

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A las FARC no les gusta el referendo para someter a votación el acuerdo de paz porque, por su naturaleza masiva, este documento de 50 o más páginas tendrá que ser simplificado en unas cuantas opciones de sí o no.

Y temen que, después de tan difícil negociación, el mensaje que se envíe es que vale la pena aprobarlo sólo porque conduce a acabar con las Farc. Eso daría al traste con su propósito en esta negociación, que puesto en las palabras de Timochenko es: “No pretendemos la revolución en una mesa, pero sí, al menos, concertar un gran acuerdo que saque al país para siempre de la opresión violenta, que siente unas bases mínimas para la construcción de la justicia social”.

Las Farc parecen resignadas a salirse de la guerra, a sabiendas de que ya no consiguieron la fuerza militar ni política para imponer su versión de sociedad y Estado, pero sólo si los colombianos entienden que no habrá paz duradera si la democracia, vestida de sofisticada institucionalidad, finos debates jurídicos y vigor económico, sigue con su alma bestial intacta, atajando, sobre todo con violencia, la puja de la gente común por equilibrar la arquitectura de un país extremadamente desigual, sobre todo en el campo.

Los jefes de las Farc quieren asegurarse de que no sólo ellos, sino todos, dejen la violencia como arma de la política. Para evitar que la historia de la UP se repita, sí, pero también porque —adivino— creen que si no se vuelve a asesinar a líderes políticos o sociales en Colombia, la política cambiará radicalmente desde abajo. Y si no consiguen eso —que no es poco— consideran más digno para ellos sucumbir en el monte, como Jojoy o Reyes.

Sin embargo, la alternativa que proponen, convocar a una asamblea nacional constituyente para refrendar los acuerdos, puede jugarles a favor a los sectores más retardatarios en el terreno donde estos se sienten más cómodos: convertir una mayúscula decisión política en un asunto de formas legales. Se puede escribir una nueva Carta, con el riesgo de que salga más conservadora que la del 91, sin cambiar las cosas injustas en la realidad. Las normas solas, ni siquiera cuando la justicia funciona —61 congresistas condenados por valerse de la violencia paramilitar para sacar réditos políticos fáciles—, no han transformado la política colombiana en una más democrática o pacífica.

Más que pedir leyes, lo revolucionario ahora sería si las Farc se sinceran en serio. Si le dijeran al país que ellas también han sido responsables del aplastamiento violento a la voluntad popular, y sobre todo a la campesina. Si reconocieran que han montado un régimen más tirano que el que dicen querer derrocar, fusilando a quienes no sigan su arbitrario mando. Si confesaran que la guerra les ha sacado callo frente al sufrimiento atroz de sus víctimas, y aceptaran que, como sus enemigos, ellos sucumbieron al dinero fácil del narcotráfico, que les ha descompuesto ideales y cuadros.

Si las Farc, que piden verdad y legitimidad al establecimiento, comienzan a dar el ejemplo, podrían evitar que se venda la paz como una forma expedita de derrotarlas. Quizás temen que darse el lapo las debilite aún más en la mesa. Pienso lo contrario, como dijo de Petro el genial Mockus esta semana, “el día que haga el milagro de autocriticarse, ganará”. Si la guerrilla da el paso audaz de mirarse en público críticamente, ganaría credibilidad, y haría mucho más por conseguir su objetivo de lograr que esta paz “saque al país para siempre de la opresión violenta y siente unas bases mínimas para la construcción de la justicia social”.

@mtronderos

Fuente: ElEspectador.com