Venezuela, tierra de gigantes por Daniel Esparza - Runrun
Venezuela, tierra de gigantes por Daniel Esparza

Un gigante no es necesariamente violento. Al menos, no siempre lo es. Sólo hay que encontrarse con él para que lo sea. No necesariamente anda por ahí buscando pelea. En franca oposición al espíritu olímpico, civilizatorio, social, el gigante es usualmente un ser solitario, que vive alejado de los hombres, acompañado ocasionalmente por pequeños rebaños de ovejas –a las que se come de un bocado- o de animales silvestres que pastan cerca del lugar en el que el gigante duerme: laderas de volcanes o montañas, islas desiertas, cuevas en lugares remotos. El territorio del gigante es no plenamente humano en tanto se mantiene en los umbrales de lo estrictamente necesario para la supervivencia: un lugar generalmente provisto por la propia naturaleza para guarecerse medianamente de los caprichos del clima, una fuente más o menos constante de alimento –a la que se accede mediante la fuerza y no mediante el trabajo: jamás se ha visto a un gigante sembrando, por ejemplo- y el mínimo de sociabilidad necesaria. Los gigantes se agremian exclusivamente, al parecer, para hacer la guerra. Al menos es así en los relatos griegos correspondientes a la gigantomaquia. Para las tradiciones rabínicas, los gigantes son hijos engendrados por los ángeles caídos con las hijas de Caín. En todo caso, tienen el mismo carácter de los gigantes griegos o nórdicos: su origen puede ser incluso parcialmente divino –hijos de Urano y Gea, según Hesíodo-, pero son siempre inconquistables, salvajes, insolentes. Dirían las voces devotas, no tienen temor de Dios y, en tanto inconquistables, sus dominios son, en efecto, no-conquistados. Su no-humanidad (su para-humanidad) se distingue porque no hace lo propiamente humano: trabajar, modificar el medio ambiente haciendo cultura –agricultura, la forma más básica de transformación de la naturaleza-. El gigante, se entiende, es encarnación de la humanidad preolímpica, pre-neolítica. Está más cerca de la naturaleza que de lo que podemos llamar, con propiedad, específicamente humano.

La élite política dominante, heredera y continuadora de la hegemonía revolucionaria, de acción reaccionaria, represiva y violenta, sustituyó rápidamente –a menos de dos meses del deceso del soldado fundador- la épica del venezuelan dream que encarnaba la figura del arañero de Sabaneta (el niño desposeído que conquista Caracas por mil y una vías, de la armada a la mediática pasando por la electorera demagógico-oclocrática) por la entronización simbólica del gigantismo. Al gigante se le evoca para justificar -con una precisión que escapa a la vista de quienes le nombran- el panorama de la Venezuela contemporánea. Un paseo en carretera es suficiente para advertir que, en efecto, el país es territorio de gigantes: tierras no cultivadas, sembradíos abandonados –el caso de la hidroponia de los Valles de Aragua es paradigmático-, abandono del proyecto civilizatorio –las vías del tren convertidas en amasijos abandonados de concreto armado y cabilla oxidada y torcida-, rebaños cimarrones cruzando autopistas, vías convertidas en amasijos de barro y granzón, viviendas inconclusas en las que nadie habita –y que dejan ver la promesa del buen vivir en propaganda igualmente abandonada-. La imagen del gigante, en efecto, es el signo que marca la actual administración: un creciente culto por la sola fuerza sin medida, sin coto, en permanente afirmación de sí misma por sí misma, ajena al esfuerzo civilizatorio característico de lo humano. El abandono de la palabra –distintivamente humana, constitutivamente humana, fundamentalmente humana, básicamente humana- por el uso abierto y aplaudido de la fuerza en el Parlamento –devenido coliseo bajo la mirada militar, que iguala la fractura política del país con la fractura del cuerpo de los parlamentarios, en un ejercicio escalofriante de obliteración de la alteridad- es paradigma elocuente de la presencia del culto al gigante. El vino del poder mantiene ebrio a Polifemo, a quien, efectivamente –como en el relato homérico- “nadie” ha herido físicamente, pero que, con su único ojo, no ha logrado ver aún el país que tiene delante de sí. La herida del gigante sangra simbólicamente, políticamente, causada por aquel que el gigante grita que es «nadie»: medio país.