Exclusivo: Extractos del libro "Osmel: un hombre desconocido", por Diego Arroyo Gil - Runrun
Exclusivo: Extractos del libro «Osmel: un hombre desconocido», por Diego Arroyo Gil

Yo nací en Cuba, en el pueblo de Rodas, provincia de Cienfuegos, no voy a decir en qué año, el que quiera saber que vaya y lo averigüe. Toda la vida me he sentido joven y a estas alturas no pienso estropearlo. Soy, eso sí, del 26 de septiembre, signo Libra, que no sé qué significa. Mi nombre es Osmel Sousa, pero también soy conocido entre la gente como el Zar de la Belleza y el Hacedor de Reinas. Desde que me inicié en el mundo de las misses, a mediados de los años sesenta, hasta el día en que abandoné la presidencia del Miss Venezuela, llevé a siete mujeres hasta la corona del Miss Universo, a cinco a la corona del Miss Mundo y a siete a la corona del Miss International. Un récord para el Libro Guinness. Las recuerdo muy bien a todas. Viví grandes momentos junto a cada una de ellas, y sin embargo hoy muy pocas de ellas me llaman en mi cumpleaños, en Navidad y el día de Año Nuevo. Cuando se encuentran conmigo, me saludan con cariño. Yo sé que me quieren, y yo a ellas, pero no somos amigos íntimos y, la verdad, eso no me quita el sueño. Me basta con haberlas visto conquistar el triunfo. Me basta con haber presenciado, desde la primera fila, cómo la perfección que habíamos alcanzado juntos, ellas y yo, era premiada con la corona, pues de esa manera la corona también se hacía mía. El poder de la belleza tiene pocos sustitutos y yo he consagrado mi vida a conseguirlo.

 

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El rostro de mujer más bello que yo he visto nunca es el de María Félix, María Bonita. Así sería de poderoso que yo ya lo dibujaba, de niño, antes de que se me pusiera por primera vez delante de los ojos. Yo no había tenido todavía el placer de saber que María Félix existía en la vida real y sin embargo su rostro era una realidad de mi imaginación. Fue cuando estaba en el colegio y no servía para nada. Ni para Castellano ni para Historia y mucho menos para Matemáticas. Yo no servía para nada sino para dibujar, y dibujaba el rostro de María Félix. Cuando la conocí en persona, en los años setenta, durante un viaje que hizo a Caracas, el encuentro me sirvió para confirmar que esa era la mujer que me había obsesionado cuando yo era un pésimo estudiante y me pasaba todas las horas de clase haciendo bocetos de sus rasgos maravillosos. La fascinación que ella me ha causado me ha hecho decir incluso que, si la reencarnación existe, a mí me encantaría reencarnar en María Félix.

Lo de que yo era un incapaz para los estudios no es una exageración. Yo era brutísimo, o por lo menos así pensábamos todos. Luego supe, muchos años más tarde, adulto e independizado, que padezco déficit de atención en el mayor grado posible, tanto que cuando se revelaron los resultados del examen que determinó esa condición, la doctora que me atendía me dijo, asombrada: «Yo no sé cómo usted se acuerda de su propio nombre…». Un diagnóstico así de especializado era imposible en Rodas en mi época. Allá sencillamente yo era medio burro, cuando menos un torpe, un muchacho al que nadie sabía qué le pasaba por la cabeza. Mis padres me pusieron profesores particulares para ver si mejoraba, pero fue inútil. Llegué a sexto grado por puro milagro, y para pasar al bachillerato hubo que convencer al director del colegio de que me hiciera el favor.

 

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Las mujeres son mucho más interesantes que los hombres, de eso no cabe duda. Como ser, la mujer es divina, y como cuerpo, mucho más armoniosa. Mencioné a María Félix, que es como la cumbre, pero yo me pongo a pensar, por ejemplo, en Lupita Ferrer, la gran actriz venezolana y también diva de América Latina, y me parece evidente que es un personaje de un magnetismo que yo, por ejemplo, no tengo. Así sería que Lupita tenía una abuela, terrible, que cuando salía a la calle con ella se llevaba un bate de béisbol por si algún hombre se acercaba y trataba de propasarse con su nieta. Cuando yo la conocí, a Lupita, en Maracaibo, me di cuenta de que tenía esa cosa de que despertaba pasiones y, desde luego, de que las vivía ella misma con gran intensidad.

Lupita fue una de mis primeras amigas en Venezuela. La conocí gracias a Waldo, de cuyo grupo de teatro ella formaba parte. Aquella obra del Club Creole fue protagonizada por Lupita. Me acuerdo de que estaba basada en Gigi, una novela de Colette, la escritora francesa. Años antes se había hecho, en Hollywood, con mucho éxito, una película con la misma historia, y estos amigos míos la llevaron al teatro. La destreza que Waldo demostraba en todo lo que hacía era increíble. Era capaz de una cosa como esa, tan difícil: montar una obra, y a la vez ser decorador y dibujante profesional. Lo mejor que a mí me pudo pasar cuando vivía en Corito fue caer en su entorno, porque eso me permitía estar cerca de personas interesantes, gente del teatro y de la cultura en general. Los amigos de Waldo eran escritores, pintores, músicos, y así.

 

 

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A finales de los años sesenta yo incluso fui modelo. Como era delgadito, toda la ropa me quedaba bien y me veía impecable. La gente me echaba muchos menos años de los que en verdad tenía. Álvaro Clement era el nombre de uno de los sastres principales de Caracas. Tenía una boutique en la urbanización Chacaíto, y allí mismo presentaba sus colecciones una o dos veces al año. Chacaíto estaba en boga porque recién habían inaugurado en esa zona el primer centro comercial de la ciudad, un lugar adonde ibas y te sentías en la civilización. Ahí conseguías lo que querías. Había ropa y zapatos de todas las grandes marcas del mundo. Yo me dediqué al modelaje en pleno auge de Chacaíto. Una época inolvidable. Recuerdo que un día Clement, a quien conocí en mis andanzas de dibujante publicitario que no se perdía una sola fiesta, me hizo salir a la pasarela acompañado de una niña muy bella y divertida, Margarita Zingg, que luego se hizo diseñadora y trabajó conmigo en el Miss Venezuela. Desde que yo la conocí ya Margarita llamaba la atención por su elegancia y su buen gusto. Atraía a los fotógrafos sociales como una estrella. Estaba siempre perfecta y era simpatiquísima. ¡Todavía!

 

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Hoy hay gente que me critica porque yo tengo amistades en el Gobierno venezolano. Pues esas amistades no son nada nuevo y además no perjudican a nadie. Trabajar para el concurso de belleza más importante del país me puso en contacto, desde el principio, con todo tipo de personas, muchas de ellas con poder, desde actrices y animadores de televisión, hasta ministros, magistrados y presidentes de la República.

Mi primera incursión en las esferas de la política ocurrió gracias a «Polvo de estrellas», aquella columna mía de la revista Páginas. Muñeca de Morales Bello, la esposa de un dirigente muy influyente del partido Acción Democrática, era una mujer que se vestía bastante bien, siempre estaba arregladita, y se me ocurrió dibujarla y hablar bien de ella en mi columna. En la página opuesta, sin ofensas, pero con cierto atrevimiento, dibujé a Blanca de Pérez, la esposa de Carlos Andrés, y comenté que estaba gordita y que debía cuidar un poco más su aspecto. Es decir, Muñeca era la bella y Blanca era la fea.

Al cabo de unos días estoy en mi oficina, en Últimas Noticias, y me avisan que hay una señora de Acción Democrática que quiere que la reciba. «Ya está. Les cayó mal la columna a las adecas», me dije yo. Cuando veo, aparece en la puerta la propia Muñeca de Morales Bello, simpatiquísima. «¡Esas páginas te quedaron perfectas!», comentó. «Tanto que vengo a pedirte que asesores a Blanca para la campaña electoral». Muñeca se refería a la campaña de Carlos Andrés, el candidato de Acción Democrática para la presidencia. Agregó: «Blanca va a ser la Primera Dama y debe verse perfecta». La propuesta era tan inesperada que la acepté, a lo que Muñeca se detuvo para hacer hincapié en que nadie podía enterarse de aquello. Blanca me exigía discreción total.