El Espectador: La ciudad de Venezuela donde todos disparan - Runrun

Mérida

Mientras siguen las protestas allí, el miedo a motorizados armados financiados por el Gobierno se ha convertido en la justificación para levantar trincheras sofisticadas.

El niño habla con la velocidad mecánica de quien se aprende las cosas de memoria. El torso descubierto y la pantaloneta rasgada le dan un aire de abandono. Sobre la calle apenas queda alumbrado público en pie para iluminarle el rostro cuando dice aquello: “¿Me da dinero para balas?”. Entonces crece la sombra alrededor de sus pómulos y la mano derecha se alarga en una pistola que apunta al suelo. Hay soltura en el leve balanceo del arma mientras extiende la otra mano: “Es que allá afuera están dando plomo y el que da plomo recibe plomo”, dice. Un profesor de la Universidad de los Andes le da veinte bolívares sin titubear y sigue su camino. Algo más de seiscientos pesos.

Mérida es una ciudad andina de 200.000 habitantes, en el occidente venezolano. A cuatro horas en carro está la frontera con Cúcuta, cerca también de San Cristóbal, la capital del estado de Táchira que tanto ha sonado en medios internacionales por la militarización de sus calles durante las primeras semanas de protestas. De Mérida, en cambio, se sabe poco, pero es mucho lo que puede explicarse desde aquí sobre la escalada de la violencia. Lo primero: que es la ciudad estudiantil por excelencia, con la mitad de su población vinculada de uno u otro modo a la Universidad de los Andes (ULA). Lo segundo: que precisamente por estudiantil, la protesta es una tradición.

La avenida Las Américas es una de las principales vías de la ciudad y sobre ella los manifestantes han dispuesto inmensas barricadas que nada tienen que ver con las de Caracas. Hay vallas publicitarias cortadas en pedazos y reordenadas en zigzag sobre el asfalto, cercas de quince metros de largo, alambres de púas de extremo a extremo, muñecos de trapo colgados del cuello, estaciones de autobús destruidas, busetas y camiones incendiados. La premisa ya no es protestar sino protegerse de los motorizados que han entrado a parqueaderos de edificios para destruir carros y amedrentado a la oposición cuando se manifiesta. “A los tupas se les reconoce fácil porque llevan tronco de pistolas al descubierto”, dice un manifestante.

Los “tupas” son los tupamaros, civiles en moto y normalmente armados. Ha sido tan flagrante su actuación y tan extendido el chisme a través de redes sociales y mensajería de texto que entre vecinos de la ciudad el temor ya se convierte en paranoia. Por eso dan dinero a las barricadas a través de un organizado sistema de colecta y hasta donan gasolina para que los manifestantes puedan armar bombas molotov y prender fuego a llantas y basura. Hay mujeres que se encargan de preparar comida para los muchachos —que a veces pueden ser sus propios hijos— y se ven escenas como la de una camioneta detenida frente a un chico para regalarle un sandwich y una gaseosa. Es el modo de alentar, el modo de invocar la protección que no brinda el Estado.

“Los tupamaros son un grupo político muy antiguo, no grupos violentos”, asegura el gobernador del estado de Mérida, el oficialista Alexis Ramírez. ¿Y cómo se explican los actos vandálicos? “Venezuela tiene un problema de inseguridad y los cuerpos correspondientes están investigando esos casos, que no tienen que ver con política sino con delincuencia común”.

El alcalde de la ciudad es Carlos García, exdirigente estudiantil y opositor: “En los tupamaros no hay política, todo es dinero”. Es lo que se dice en los sectores antichavistas de Mérida, similar a lo que cuenta un motorizado que participó en algunas operaciones con los tupamaros: “No es tanto que pagan. O sea, a veces pagan, sí, pero la vaina es que de repente el Gobierno te deja ir a robar a un local y no te persigue, pero no es que paguen”.

Hay abundante evidencia que muestra a motorizados armados operando cerca de las fuerzas militares en operativos de represión. El lunes 24 de marzo había varios junto a un piquete de la policía estatal: “Es una situación irregular; si la hubiera visto te podría responder”, dice el gobernador, porque en Venezuela todos pelean por el discurso de la paz: “Como alcalde apoyo toda manifestación que sea pacífica”, cuenta Carlos García, quien no puede justificar las decenas de alambres de púas distribuidos por zonas de la ciudad, a la altura del cuello de un potencial motorizado: “Esto no beneficia en nada mi gestión. Empecé hace tres meses y con toda la destrucción del alumbrado, de los semáforos y de la infraestructura nos va a tocar invertir parte importante de nuestro presupuesto en recuperar la ciudad”.

A punto de cumplir cincuenta días, las protestas son un goteo incómodo que suma 39 muertes en todo el país y, aunque ningún líder político lo asuma, en el repique de las balas, los perdigones y las bombas lacrimógenas, la violencia se amplifica entre todos. Sin excepción.

El niño, ahora con veinte bolívares, pistola en la mano derecha y pantaloneta rota, debe tener trece años y camina con tranquilidad por la urbanización El Campito al comienzo de la noche del 22 de marzo. Ahí la oposición mantiene una de sus barricadas más robustas. Dos horas antes, desde la azotea de un edificio se veía el enfrentamiento entre rebeldes y fuerzas del Estado junto a motorizados civiles. Chicas jóvenes, abuelas, estudiantes y profesores siguen la situación con walkie-talkies y celulares. Cuando suena un disparo de bala todos se agitan; cuando es un perdigón nadie pierde la compostura. Ya reconocen la diferencia sin problema.

En el punto álgido del enfrentamiento se escuchan disparos secos y por la azotea de un edificio contiguo asoman tres encapuchados con armas de fuego para devolver la arremetida. “¡Chavistas!”, grita una opositora, aunque los hombres disparan directo al piquete de las fuerzas del Estado y los motorizados. Entre los vecinos cualquier acusación incómoda se desarticula con la idea de los infiltrados: presuntamente el chavismo le paga a gente para que cometa ese tipo de actos. Ningún opositor acepta estar armado; aún más, los encapuchados se molestan si les insinúan lo contrario. “Aquí damos la cara”, dicen cubiertos hasta los ojos: “No nos mostramos porque entonces nos convertimos en perseguidos y amanecemos muertos”.

Hasta la fecha ningún manifestante ha muerto en Mérida, aunque muertos ha habido. Dorys Lobo era ama de casa, 40 años, miembro del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), y murió en su moto al llevarse por delante un alambre de púas. Leticia Rojas era chilena, miembro activo del PSUV, y le dispararon mientras trataba de remover una barricada. Hasta el 22 de marzo ese era el saldo. Ese día, Jesús Orlando Labrador recibió un tiro en la espalda, cerca de la azotea desde donde se veía gente disparar, y el 24 de marzo, el guardia nacional Miguel Parra recibió un tiro en el cuello, a treinta metros del lugar donde el niño de trece años pedía balas días antes.

“¿Cómo vamos a matar nosotros a un guardia que está detrás de una tanqueta?”, se defiende un encapuchado al mediodía del martes 25 de marzo. “Esos se están matando entre ellos mismos”. Horas después, El Espectador tuvo acceso a un video donde se ve claramente el lugar donde cayó el guardia: sin tanqueta militar cerca y frente a la presumible línea de tiro que tendría cualquier manifestante sobre la calle principal, entre las barricadas. Se oyen disparos secos por todos lados.

No hay lógica más lúcida ni tenebrosa que la de un niño. El que da plomo recibe plomo. La violencia se muerde la cola.

 

El Espectador