¿Por qué la región está dejando que Venezuela se auto-destruya? por Chistopher Sabatini - Runrun
¿Por qué la región está dejando que Venezuela se auto-destruya? por Chistopher Sabatini

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Líderes electos de todo el hemisferio se reúnen para condenar y posiblemente sancionar a un presidente vecino que ha cerrado medios independientes y acosado a opositores políticos.

¿Venezuela? Ojalá. Ese fue Perú en el año 2000.

Las acciones del entonces presidente de Perú, Alberto Fujimori, se quedan cortas en comparación con las acciones más recientes del presidente venezolano, Nicolás Maduro.

¿Distribución partidista de recursos a los gobiernos locales? ¿Incautación de los medios de comunicación independientes y críticos al Gobierno? ¿El mando del sistema judicial y la comisión electoral a cargo de partidarios políticos pro-gobierno? Eso es noticia vieja para Venezuela. Todas esas cosas ocurrieron en Venezuela bajo el mando del presidente -vitalicio, por supuesto- Hugo Chávez , con si a caso una queja mínima de una comunidad regional que anteriormente se mostraba comprometida con la defensa de la democracia representativa.

La idea que se tenía, hace 16 años, a la entrada del nuevo milenio, era que América Latina había entrado en la tierra prometida. Al momento de la caída del muro de Berlín, todos los países de la región a excepción de Cuba, tenían gobiernos electos democráticamente. Luego de ser por décadas una especie de laboratorio para dictadores y dictaduras, la democracia prevalecía a lo largo y ancho de la región. Y si estos logros democráticos parecían debilitarse en algunos lugares, eso era todo lo que se necesitaba para que los países tendieran una mano y se ayudaran entre sí y su gente, para que no hubiese retroceso. Así como en Europa, la idea era que la democracia debía ser un requisito obligatorio para ser miembro de la comunidad hemisférica.

Así, la convergencia feliz de la democracia y la confianza post-Guerra Fría, trajo una serie de compromisos multilaterales para defender y proteger los regímenes democráticos. El más importante de ellos fue en 1991, cuando la Organización de Estados Americanos ( OEA ) comprometió a sus 34 países miembros en tomar medidas colectivas en caso de que hubiera una interrupción del orden democrático (léase: golpe de Estado). La cláusula –que luego fue incluida en la carta de la OEA- contempla la amenaza de expulsión de la organización multilateral y sanciones voluntarias de los países miembros, de ser derrocado un gobierno democrático. La clausula fue invocada a muy poco tiempo de su incorporación para responder a eventos de esa naturaleza en: Haití, Perú, Guatemala y Paraguay, con la OEA revirtiendo con éxito intentos de golpe o la aparición de gobiernos militares.

Todas esas intervenciones fueron antes del año 2000, año en el que Fujimori demostró que la democracia se puede descomponer desde adentro por un Ejecutivo elegido, y que los instrumentos existentes en la OEA no fueron suficientes para hacer frente a ese tipo de amenaza. Desde su famoso “auto-golpe” en 1995, acto que la OEA condenó y logró revertir, Fujimori había logrado hacerse de más poder y control político sobre ámbitos judiciales, cerrando medios opositores y en el año 2000 lanzándose para un tercer período inconstitucional, en un ecosistema electoral y judicial manipulado a su favor. Poco tiempo después sería obligado a dejar la presidencia por estar involucrado en un escándalo de corrupción.

Luego de la secuela de la saga de Fujimori, y reconociendo que los golpes militares son casi la única amenaza a la democracia, los estados miembros de la OEA redactaron la Carta Democrática Interamericana. El documento fue firmado el 11 de septiembre del 2011 –sí, ese 11 de Septiembre- en Lima, la Carta reiteraba el compromiso de la OEA con la democracia, pero adoptaba una visión más amplia sobre aquellos factores que la organización ve como una amenaza a la democracia. La Carta define y clarifica lo que es democracia: no solo elecciones justas y libres, sino derechos humanos, libertad de expresión, respeto y acato de un estado de ley, medios independientes y la separación de poderes.

Y así se quedó, en papel, en Lima. La Carta Democrática no ha sido invocada colectivamente desde ese entonces. No fue invocada cuando Chávez o Maduro cerraron medios independientes. No fue invocada cuando llenaron el aparato judicial con aliados políticos del régimen. Tampoco cuando cambiaron las circunscripciones para controlar a la Asamblea Nacional, aunque no tuvieron una mayoría de votos. No fue invocada cuando le quitaron los poderes a alcaldes, ni cuando se crearon entes policiales paralelos y superiores a los de las alcaldías. No fue invocada cuando se utilizaron recursos públicos para inclinar la balanza electoral a su favor. Ni siquiera fue invocada cuando cercaron y encarcelaron a la oposición política el año pasado, ni el mes pasado.

“En estos día, en Caracas, es difícil saber si la próxima protesta será por la falta de libertad o la falta de papel higiénico.”

Latinoamérica parece haber involucionado. La diplomacia que impera parece ser que cada país se ocupe de sus propios problemas, sin importar lo que el régimen vecino pueda estar haciendo a su propia población. En retrospectiva, se añoran aquellos momentos a principios del milenio cuando existía cohesión y optimismo en torno a una visión compartida de la democracia. 

Hay dos tendencias que explican el retroceso. La primera es el crecimiento de la diversidad política de la región. Si en los noventa reinó una era de convergencia política y económica, los principales países de la región compartían una definición de lo que era democracia, en la década del dos mil reinó una era de divergencia, donde los países adoptaron sistemas políticos y modelos económicos diferentes. Chávez en Venezuela, y sus aliados en otros países, adoptaron modelos más socialistas y a su vez una interpretación autocrática de lo que es una democracia para ellos. Condiciones favorables en la economía global y la elección de gobiernos más nacionalistas en Brasil, Argentina y Ecuador, trajeron consigo una asertividad diplomática recién descubierta en una región cada vez más dividida entre los países que dependían de una red de comercio orientada hacia los Estados Unidos y los que lo vieron como una amenaza competitiva.

El resultado ha sido una serie de nuevas organizaciones multilaterales regionales, tales como UNASUR y la CELAC, organizaciones creadas deliberadamente buscado excluir a Estados Unidos. Dejar a EE UU por fuera puede haber sido comprensible si se ve como un esfuerzo para resolver los problemas a nivel regional, pero estas nuevas agrupaciones han dado prioridad a la soberanía nacional sobre la defensa de la soberanía popular dentro de cada nación. Ese compromiso con la soberanía nacional y, con ella el no intervencionismo, ha socavado las normas y procedimientos regionales destinados a defender los derechos humanos y democráticos. 

El segundo factor subyacente en pro del deterioro del pacto democrático en la era posterior a los ataques del 11 de septiembre, puede haber sido la presidencia de George W. Bush en el norte, percibido como un retroceso a la extralimitación del “imperio”. La guerra en Iraq (que necesitaba aliados regionales en latinoamérica), el foco de atención que fue el cambio de régimen en Cuba, el apoyo inicial a lo que terminó siendo un golpe de estado en Venezuela (2002), todo esto parece haber revivido aquel tiempo en el que Estados Unidos sentía que podía meterse -a discreción propia- en lo que quisiera en la región.

La reacción en toda América Latina, tanto entre los bien intencionados defensores de la democracia y los regímenes dispuestos a redefinir la democracia para satisfacer sus propios fines, fue una disminución del apetito de acción colectiva para salvaguardar los derechos de los demás. El esfuerzo se había corrompido por asociación.

Mientras tanto, en Venezuela, el gobierno de Maduro parece envalentonado y empeñado en detener a cualquier persona que descaradamente se atreva a hablar en su contra, entre ellos el alcalde de Caracas. Sólo unos pocos líderes electos, como el presidente Juan Manuel Santos de Colombia, han alzado sus voces para expresar su preocupación.

Y las cosas pueden estar a punto de ponerse mucho peor. Después de todo, el predecesor fallecido de Maduro, desmanteló sistemáticamente todos los controles y contrapesos al Poder Ejecutivo que había en tiempos económicos de auge, montado sobre la alta ola de los precios del petróleo. Ahora el régimen de Maduro se está aferrando desesperadamente al poder en medio de una implosión económica provocada por años de mala gestión y la fuerte caída de los precios del petróleo.

En estos día, en Caracas, es difícil saber si la próxima protesta será por la falta de libertad o la falta de papel higiénico. El gobierno de Maduro se verá obligado a recortar más los subsidios y el consumo, o declararse en quiebra o cortar todo acceso a las divisas, todos movimientos que sólo empeorarán aún más las condiciones de vida de sus ciudadanos. Espere más manifestaciones y la represión usual que les sigue.

El fracaso de la región para actuar en Venezuela ha tenido un efecto dominó en otras partes, alentando presidentes autocráticos en países como Ecuador y Nicaragua a dar rienda suelta sus peores instintos. Es difícil imaginar cómo la región puede volver a un compromiso colectivo similar al europeo, o al de las democracias de la región en la década de los noventa.

¿Pudo una acción, adelantada y colectiva, de la comunidad regional haber evitado este descarrilamiento en Venezuela? Podríamos argumentar que podría haber moderado al Gobierno y evitado la crisis que el país enfrenta ahora, pero puede que nunca sepamos. Quizás Venezuela habría persistido en ir a su manera, y hubiese podido haber sido excomulgada por una región comprometida con el Estado de Derecho.

Entonces, una respuesta más coordinada, y una defensa pronta a los derechos humanos y las instituciones democráticas no hubiese salvado a Venezuela. Sin embargo, esa respuesta institucional temprana permitiría preservar esas normas y los derechos de la soberanía popular para los ciudadanos de otros países. El ideal de que la democracia es un derecho que define a todos los latinoamericanos -y americanos- en todo el hemisferio se ha perdido, al menos por esta generación.

 

Sobre su autor:

Chistopher Sabatini, profesor adjunto de la escuela de Asuntos Públicos Internacionales de la Universidad de Columbia. Fundador y editor de “Amercias Quarterly”.

 

Fuente: Zocalo Public Square