La liberación del general Hugo Carvajal fue una señal de fuerza y un triunfo para el gobierno. Pero si algo dejó en el ambiente el affaire diplomático en torno al ex jefe de la Dirección de Inteligencia Militar es el olor a un poder oscuro y desencarnado que se mueve detrás de bastidores, de espaldas a la gente, un poder arrollador y concreto determinado siempre por intereses económicos y siempre disfrazado con ideales. Es el poder de las concesiones, los pactos y las manipulaciones, del ocultamiento de las verdaderas razones. Y el affaire Carvajal no pudo haber tenido mejor encuadre o telón de fondo que el III Congreso del PSUV cuya mediática fórmula 1+5+8 incluye como valor principal del nuevo modelo social “la revolución espiritual, la revolución del amor”. Estamos ya acostumbrados a la multitud de fórmulas bobaliconas, efectistas y vacías que recurrentemente anuncia la revolución como si de profundas tesis filosóficas se tratara, pero la propuesta de una revolución del amor junto a un plan para escalar la tensión en América Latina por un caso que involucra narcotráfico, espionaje, corrupción y guerrilla, suena a culebrón.
El nombramiento de Nicolás Maduro como presidente del PSUV por aclamación tras la purga de la “izquierda trasnochada” marca la vía de la unanimidad y el pragmatismo stalisnista-castrista caracterizado por el manejo tenebroso de los ideales y la asociación con el crimen como política de Estado. Más que una revolución del amor, los venezolanos vivimos, sin darnos cuenta, al ritmo de los intereses de la estatal rusa de armamentos Rosoboronexport o de los caprichos de las mafias chinas ocultas tras el simpático rostro de Xi Jimping. A fin de cuenta, los organismos multinacionales para la defensa de los derechos humanos no son más que clubes sociales para la protección del estatus quo de los que mandan. Es el poder de siempre, el poder cínico para el cual el pueblo no es más que una marioneta movida por proyecciones ilusas iluminadas desde las candilejas.
