Una historia, dos tiempos - Runrun
Luisana Solano Abr 13, 2014 | Actualizado hace 10 años

libro

Hubo una nación en la que sus ciudadanos, preocupados por las erradas políticas del gobierno y por las consecuencias de su soberbia e ineficiencia, comenzaron protestas pacíficas que poco a poco se fueron generalizando hasta abarcar a casi todo el país. Marchas, concentraciones, cacerolazos y otras manifestaciones de queja se desarrollaron entonces en toda la nación. La gente quería un cambio, y así lo exigía, incluso algunos reclamando la renuncia del presidente, que es una forma de finalización de su mandato legítima que está estipulada en nuestra Carta Magna. El gobierno, intolerante, comenzó a estigmatizar a quienes se le oponen; les llamó “criminales”, “terroristas”, “apátridas”, “traidores” y no pare usted de contar, pero la ciudadanía no se amilanó, por el contrario, se organizó mejor y continuó en sus empeños. El gobierno se afanaba en desconocer la existencia de los problemas que originaron la queja ciudadana, y evadía con cinismo sus responsabilidades, atribuyéndole siempre a “los demás” la culpa de todo lo malo. También, y esto es lo peor, se negaba a aceptar hasta la existencia, la humanidad y la importancia de ese “otro grupo” que se le oponía.

Para el presidente y sus allegados, los cientos de miles de ciudadanos que en la calle le están de mostrando que están en desacuerdo con sus maneras de hacer las cosas, “no son”, “no existen”, son “nada”. A lo más son una especie de “minoría disociada”, una “escuálida” representación del pueblo, que “alucina” sobre la realidad del país. Según el poder “todo está bien”, la gente está “más feliz que nunca”, el proyecto político adelantado por el poder es “absolutamente exitoso” y cuando hay cosas negativas que afrontar, siempre resulta que la culpa es de “otros”, de los que han gobernado antes o de alguna “conspiración internacional” (que jamás se toman el trabajo de demostrar) que a decir del presidente es la que “mueve los hilos” de esas “marionetas del imperio”, “de la derecha” o “de la burguesía”, que según dice en cadena nacional cada vez que se le antoja, somos todos los que militamos en las filas de la oposición

Este comportamiento del poder no hace más que avivar las llamas. Poco a poco las protestas van incrementando su intensidad y cada vez son más los ciudadanos que se suman a las mismas. El gobierno, cuando empieza a sentirse acorralado, ordena la brutal represión de las protestas. Primero utiliza a los cuerpos de seguridad del Estado para disolver las manifestaciones pacíficas, incurriendo en casi todos los casos en excesos en el uso de la fuerza y usando casi siempre armas y sustancias prohibidas por la Constitución para el control de las expresiones públicas de protesta. Sin embargo, cuando actúan los policías y los militares abusando de la ciudadanía, el poder se iguala a los represores de “la cuarta” y hasta los supera, y eso no le conviene, ya que se ufana de ser “distinto”, “humanista” y “progresista”. Llama entonces a grupos de civiles armados que actúan de la mano y con la plena complicidad de policías y militares, y les deja que sean ellos los que asuman sus culpas.

Comienzan así las muertes, las heridas, las detenciones arbitrarias y la persecución. Miles de imágenes y de videos demuestran la verdad de lo que pasa, pero el gobierno, apoyado por todas las instituciones que domina y controla, y usando además todo su poder comunicacional, comienza a construir una narrativa sobre lo que pasa que lo exonera de toda responsabilidad y que pone la carga de la violencia en hombros de quienes se le oponen, que no sobre los de quienes nos matan, nos agreden o nos persiguen por el grave “pecado” de pensar diferente. Suelta el poder, sin siquiera investigarla, la versión de la existencia de unos supuestos “francotiradores” que, según dice, no están de su lado y son los que han matado a los ciudadanos, se abren investigaciones, unas netamente simbólicas y que no llegan a nada y otras que, cuando pasan de sus fases iniciales, solo sirven al propósito de apuntalar la “mentira oficial”. La impunidad se hace la regla.

Como la cosa se le escapa de las manos al gobierno, y como al sol no se le tapa con un dedo, para ganar tiempo y retomar el control del país, el poder, maquillando sus intenciones con discursos y palabras que no se corresponden con lo que le hacen al pueblo sus secuaces mientras se encadena, llama de inmediato a grupos de “amigos” internacionales a “mediar” entre los bandos en pugna. Los lobos se disfrazan de ovejas. No les queda otra, “por ahora”. Se crean comisiones parlamentarias “de la verdad”, en las que no entra o habla quien debe sino quien conviene, y se establecen “mesas de negociación y acuerdos” o “de diálogo” integradas básicamente por actores políticos, que no por los directos dolientes de los abusos y de las violaciones graves y demostradas a los DDHH que se han cometido. Al final del día, esta “mediación” no logra más que una serie de informes, de recomendaciones y de promesas y golpes de pecho que luego terminan, pasado el tiempo, en el cesto de la basura.

Pero el presidente ha logrado lo que quería, lo único que en verdad le interesaba: Tomar de nuevo, y sin queja alguna, el timón del navío. Pero quiere más, quiere hacer una purga que le permita que acabar con los “herejes”, los propios y los ajenos. Comienza así la otra etapa de la historia. Cuando el poder ya se ha “lavado la cara” mostrando una falsa disposición a “reconocer al otro” y a “tender la mano” que nunca fueron verdad, y cuando ya el mundo no tiene puesta sobre éste la lupa, comienza a perseguir a todo el que se le haya opuesto, y poco a poco pero de manera implacable, les fuerza al silencio, a la prisión o al exilio.

Quedan, eso sí, impunes los asesinatos, todos, los de los unos y los de los otros; las violaciones a los DDHH y los abusos de las fuerzas del orden público. Quedan impunes, y por el contrario se les idealiza, los civiles armados que salieron de la mano del poder a matar a sus hermanos. No hay justicia para los asesinados, los heridos, los maltratados ni para los injustamente encarcelados. Son inconvenientes, son incómodos, son fastidiosos. Son la “página” que hay que pasar, y mientras más rápido, mejor. Son la costra de una profunda herida que no se cura y que nadie, al menos en el poder político, quiere arrancarnos. Contra ellos, el poder lo sabe, juegan el tiempo y el olvido.

Todo esto ya pasó, y es inaceptable. El viernes se cumplieron 12 años desde el 11 de Abril de 2002 y lo anterior no es más que un reflejo de lo ocurrido en todo este tiempo en cuanto a esos acontecimientos. Lo que más duele sin embargo es que hoy día, al parecer, está ocurriendo y va a pasar exactamente lo mismo con respecto a los sucesos recientes en nuestra nación. Es el mismo guion, la misma novela, con casi los mismos protagonistas. Los muertos son otros, los heridos, los perseguidos y los injustamente encarcelados también, pero es la misma historia, en dos tiempos.

Gonzalo Himiob Santomé

@HimiobSantome