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Contravoz

Gonzalo Himiob May 07, 2017 | Actualizado hace 7 años
He visto, por Gonzalo Himiob Santome

Abuso-Protestas-Venezuela

He visto jóvenes envueltos en llamas y otros con el rostro y el cuerpo quebrados, pero con la dignidad intacta. He visto heridas abiertas y sangrantes en el pecho y en la cabeza, y he visto a quienes las causan llegar a sus casas al final del día a abrazar a sus hijos como si el joven al que hieren con saña en sus mañanas, tardes o noches no fuese también hijo de otro padre o de otra madre que lo ama tanto como él, el que nos daña, ama a los suyos. He visto demasiadas madres y demasiados padres llorar desconsolados y rendidos ante el ataúd de sus pequeños, que para ellos siempre lo serán, sin entender todavía qué les pasó, pero conscientes como nunca antes de que el mal sí existe y está hoy, por ahora, en el poder.

He visto disparos a quemarropa, patadas y golpes absurdos. He visto a la cobardía uniformada, con armas y pesados aparejos de simulada hombría a cuestas y alineada formación de combate, y a la valentía sonreírle esperanzada, con solo una franela entre torso y disparo o detrás de un simple escudo hecho en casa, toda juventud, toda brío. He visto cómo para reducir a un solo ciudadano que alza su voz ante la infamia, a un joven delgado y desarmado, o a una dama que hace de sus años y sus sueños su verdad, se necesitan tres, cuatro y hasta diez pares de botas, pero ni siquiera así prevalece el miedo. Y es que el coraje, cuando se nutre de ansías de un mejor futuro y de verdadero amor por la patria, siempre se impone.

He visto tanquetas tratando de aplastarnos el corazón dentro del pecho, y proyectiles que destrozan las gargantas de los que no querían más que cantar en libertad, mientras los que se supone que deberían respetarnos a todos bailan sobre la sangre joven que cada día derraman en sus ansias de poder. He visto que los pesados blindajes y los manguerazos de odio pueden quizás salvar momentáneamente a los que los usan de una justa pedrada o peor, hasta de un verso airado que les recuerde su juramento olvidado, pero también que no sirven para protegerlos de la vergüenza que desde ahora y para siempre marcará sus frentes. Es el precio de alzar, malditos como les llamó Bolívar, las armas de la patria contra sus compatriotas.

He visto el pesado humo gris y rojo que, con tanto derroche, busca hacernos llorar, ese que olvida que en este país no hacen falta gases para arrancarnos las lágrimas y que ese, precisamente, es el problema.

He visto pequeños recién nacidos asfixiados, hogares quemados, cristales rotos, y hombres desnudos que le hacen frente a toda esa barbarie solo con Dios en sus manos. He visto que los que deberían proteger a los más débiles, a los desarmados, a la Constitución y a la ley que juraron obedecer por encima de los caprichos de cualquier hombre, a esos que deberían estar persiguiendo delincuentes reales, escondiéndose detrás de formaciones alineadas de mujeres cuando es el pueblo el que los confronta en paz. Me pregunto dónde guardan su falsa virilidad cuando es un malandro de verdad, no un “terrorista” que solo existe en la imaginación de quienes los usan como esclavos, el que les planta la cara, o si actuarían igual si fuesen esas mujeres que les sirven de barrera contra la ciudadana inerme, no unas uniformadas subordinadas a ellos, sino sus madres, sus hijas, sus hermanas o sus esposas.

He visto la mirada de muchos padres a los que he tenido que decirles que no, que sus hijos no dormirán esta noche en casa, que quedarán al menos por unos días (en el mejor de los casos) a merced de la ignorancia y de la intolerancia disfrazada de tribunal, ya que su único pecado ha sido el de soñar una mejor Venezuela y reclamarla a quienes siguen sin entender que su tiempo ya pasó. He visto a la estupidez vestida de argumento, a la ceguera con galas de fiesta y a la muerte molesta porque no le gusta que la hagan lema ni tema de nadie ni de nada, mucho menos de un proyecto político. He visto también las miradas de los que llevan en cada marcha oficialista una insignia roja como si fuese una camisa de fuerza y sé que, aunque sus cuerpos y consignas desganadas digan otra cosa, sus corazones y sus pensamientos están al otro lado de la ciudad, allá donde el miedo vestido de verde sí muerde y vapulea a los que se atreven a decir lo que ellos callan.

He visto todas esas cosas y más. Pero también he visto, para mal del mal, que de cada tragedia, de cada vida perdida, de cada golpe, de cada bomba, de cada lágrima, de cada abuso, de cada dolor compartido, nace un ejército de voces unidas que no quieren ni van a callar o ceder ante la ruindad de unos pocos. He visto a nuestros hijos demostrando que casi veinte años de mentiras no pueden contra los valores que, en muchos menos años a veces, han aprendido en casa, y a nuestras mujeres demostrando que son las más bellas y dignas hijas del indómito mar caribe que hayan pisado esta tierra. He visto que, desde dónde menos te lo esperas, aún en la más profunda oscuridad, surge una mano amiga para el que la necesita, una palabra de consuelo a tiempo o un hombro en el que apoyarse cuando las piernas fallan. He visto nuestro cansancio, que es real y pasa sus facturas, pero no hace mella en quienes tienen claro a donde quieren llegar.

He visto que muchos comprenden ahora que hay hermandades indelebles que nacen del simple hecho de estar juntos, aún sin conocerse, en el fragor de la misma batalla por los mismos ideales, sin importar de dónde vienes, el lugar en el que vives, el color de tu piel, el grueso de tus cuentas o qué hagas para vivir. Y es que, aunque a la noche le disguste, aunque sus secuaces no quieran aceptarlo, tras la oscuridad, la irracionalidad y la violencia ciega siempre llegan, luminosos, el amanecer, la razón, la paz y, que les quede claro a los que hoy se creen intocables, la justicia.

@HimiobSantome      

Los pecados del padre, Por Gonzalo Himiob Santomé

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Por @HimiobSantome

Hace unos trece o catorce años, me tocó dar clases en la extensión del postgrado en ciencias penales y criminológicas de la UCAB en El Tigre, allá en Anzoátegui. El vuelo salía el viernes muy temprano, y el avión era uno de esos muy pequeños de una aerolínea que por aquellas fechas era la única que cubría la ruta desde Maiquetía hasta el pequeño aeropuerto de San Tomé, que es el más cercano al que era mi destino final. Estábamos unas 15 personas sentadas ya en nuestros puestos asignados de la aeronave, bajo el sol de esa mañana que cada vez nos calentaba más y más, pero el vuelo no salía. Pasaron unas dos o tres horas, llenas de impaciencia y de acalorado desespero, cuando por fin el piloto y el copiloto dieron muestras de que por fin despegaríamos, fue allí cuando advertimos cuál era la causa de la demora: El entonces diputado Tarek William Saab, oriundo del El Tigre, viajaba ese día también a su tierra y, aunque no puedo asegurarlo, alguna palanca debió haber movido, porque la aerolínea nos hizo esperar a todos, en esas condiciones, durante todo ese tiempo, solo a la espera de su llegada.

 

El ahora Defensor del Pueblo se asomó entonces a la puerta del avión y, apenas fue reconocido no solo como oficialista sino como el causante de nuestro calor y de nuestro retraso, se escuchó en su contra una grave serie de improperios y hasta un improvisado “cacerolazo” a cargo de los demás pasajeros que, por fin, comprendían que la demora no tenía nada que ver con problemas técnicos ni con las variables del clima.

 

En un primer momento, yo no dije ni hice nada ¿La razón? De la mano de Tarek, subiéndose también al avión, estaba un niño pequeño, su hijo (imagino que era Yibram) que no podía ocultar en su mirada la incomodidad y la vergüenza que todo eso representaba para él. Yibram tendría en aquel momento unos cinco o seis años, no sabría decirlo, y era hacia su padre, que como todo padre para un niño de esa edad era su héroe amado más allá de cualquier otra cosa, contra el que, por razones que el pequeño no estaba en capacidad de comprender, se descargaba en ese momento una molestia que, incluso ya en aquellos días lejanos (recordemos que esa fue la época en la que los “cacerolazos” se hicieron costumbre contra los afectos al gobierno) tenía mucho que ver con situaciones que iban mucho más allá del tiempo de espera obligada en esa vaporosa cabina.

 

No espero que ni Tarek ni Yibram lo recuerden, quizás ni cuenta se dieron, ni busco con esto que les cuento reconocimiento ni agradecimiento de ningún tipo, pero sí quiero dejar claro que inmediatamente, a ver en el pequeño la fuerte impresión que le estaba causando el alboroto, le pedí con un gesto a los demás pasajeros que tomasen en cuenta al niño y que no le hicieran pagar la culpa del padre. En ese momento no tenía yo hijos aún, pero me parecía muy duro que un inocente se viese obligado a tan temprana edad a llevar sobre los hombros cargas ajenas. Me vi en ese espejo y sentí que lo que estaba ocurriendo, aún justo contra el progenitor, no lo era contra el vástago, y pensé que dejar correr las aguas de esa ira no serviría para cosa distinta que para promover resentimiento y dolor en quien no lo merecía.

 

No iba a ser yo el que avalara que nos comportásemos de la misma forma en la que, ya estaba claro incluso en aquellos momentos remotos, se comportaban y se comportarían los intolerantes que ayer y hoy nos oprimen por el simple hecho de pensar distinto y de tener sueños diferentes.

 

En fin, de alguna forma, quizás porque al reparar tras mi gesto en la mirada nerviosa del niño todos los pasajeros sintieron lo mismo que yo, el escándalo cesó. Tarek, eso lo recuerdo con claridad y no tengo prurito en contarlo también, pretendió no darse por enterado, pero abrazó con ternura a su hijo calmando, como corresponde, su ansiedad. Desde allí, el vuelo transcurrió con normalidad.

 

Cuento esto porque a mí sí me movió mucho la reciente declaración pública de Yibram Saab, hijo del ahora improbable defensor, mejor llamarlo “ofensor”, del pueblo, y no dudo ni por un instante de su sinceridad y de la valentía de la que tuvo que hacerse para encarar a su padre de esa manera. Me lo imagino enfrentado una y mil veces a situaciones similares a la narrada, por lo que pudo haberse dejado llevar una y mil veces por el resentimiento, convirtiéndose en uno de estos seres irracionales y obtusos que no miden al opuesto más que con las varas del odio, pero no lo hizo. Por el contrario, creció, y puesto en el lugar de hacerlo, desafió a su padre como pocos lo habrían hecho, y esto no debió ser fácil para él. Yibram es presente y futuro que le exige a su padre, el pasado, que no le corte las alas ni la vida. Su gesto, simbólico y contundente, merece respeto.

 

Además, no encuentro sustento válido ni lógico que permita afirmar con seriedad que se trató la expresión de Yibram de un “juego de laboratorio” ideado por algún oscuro estratega del G2 cubano, o por alguno de esos “iluminados” de nuestros cuerpos de “inteligencia”, como algunos han querido hacerlo creer. Si así fuese, ¿cuál beneficio le reporta al régimen?, ¿tan brutos son los espías antillanos o los Maxwell Smart criollos que se lanzan una jugada como esa, esperando obtener de ella algún tipo de ventaja contra la oposición? Lo más que se ha llegado a decir, y es francamente absurdo (a las pruebas me remito) es que como esa declaración se hizo pública el mismo día en el que fue asesinado de un bombazo en el pecho Juan Pablo Pernalete, con la difusión del video de Yibram se pretendía “ocultar”, como si eso fuese posible, el vil asesinato de ese día, o en todo caso, restarle notoriedad ¡Y vamos! Aún cuando eso fuese cierto, ya que nadie ha podido demostrarlo más allá de su propia afirmación visceral, la reacción de Venezuela entera ante las hasta ahora cerca de 30 muertes en las protestas, y especialmente ante la de Juan Pablo, bastaría para demostrar que ese tiro le habría salido por la culata directo a la jeta del que lo pensó (repito, en la hipótesis improbable de que hubiese sido así) como una certera “maniobra” en defensa de la “revolución”.

 

Tampoco veo en esto ningún beneficio “colateral”, ni político ni personal, para el padre, esto es, para Tarek. En todo caso, lo único que queda claro es que su hijo es un joven digno y valiente, lo cual debe enorgullecerle. Él mismo se ocupó de volver a mostrarse como se le percibe al afirmarse ante la prensa, sin modestia alguna, como un “padre ejemplar”, y quizás lo sea, no lo sé, pero es que, como ocurre con las damas, la que en verdad lo es, no tiene que estarlo gritando a los cuatro vientos. Igual pasa cuando te reclamas continuamente como defensor de los derechos humanos mientras permites que vapuleen, encarcelen injustamente y hasta asesinen a tus compatriotas, a esos que juraste y que estás en posición de proteger.

 

Bien decía un amigo en estos días que, si algo quedaría de todo esto para la posteridad, es que cuando Venezuela vuelva a ser libre, a Yibram no se le conocerá como el hijo de Tarek, sino al revés. Tarek quedará relegado a ser recordado no solo como el peor defensor del pueblo que hayamos tenido jamás, como el que se negó a recibir constantemente a la ciudadanía que le reclamaba que cumpliera cabalmente sus funciones ocultándose tras las barreras de la más brutal represión policial y militar que hayamos conocido en los últimos tiempos, y solo podrá a su favor, en todo caso, exigir que se le recuerde como el padre de Yibram.

 

Por supuesto, eso no es poca cosa. No hay buen padre que no anhele y desee que sus hijos terminen siendo mucho mejores que él mismo, desde que soy padre lo sé, pero por mucho orgullo que le inspire su descendencia, esto no le servirá a Tarek para aliviar el peso de las piedras históricas él mismo ha puesto en su mochila. Esa es su carga y su responsabilidad, y a él le corresponde lidiar con las consecuencias de sus acciones y omisiones.

 

Y a eso voy. Al igual que lo pensaba hace ya tantos años, creo que los pecados del padre no se trasladan a los hijos. Las virtudes tampoco. Porque esa es ley de vida, aunque a los hijos y a los padres nos unan vínculos especiales y poderosos, creo que cada cual construye su propio camino y cada quien, al llegar el momento de rendir y de rendirse cuentas, es dueño de su propia tragedia, de sus propias ignominias, o de la gloria y buena reputación que se haya labrado en su curso vital. Es verdad, el buen nombre de nuestros padres nos enorgullece y nos conforta tanto como la mala reputación o sus malas acciones pueden llegar a avergonzarnos, incluso cuando ya se hayan ido, pero ni lo uno ni lo otro nos define como seres humanos.

 

Los padres e hijos podemos ser parecidos, pero no somos lo mismo, y jamás estará bien juzgar al fruto por el árbol del que proviene. Así lo he creído siempre, no solo ahora, y creo que a todos nos haría bien aceptarlo, sobre todo en estos tiempos crispados tan fáciles para el juicio apresurado y para la visceralidad. Venezuela, este es mi llamado, nos merece mejores, menos desconfiados o suspicaces y, sobre todo ahora, mucho más cercanos a la mejor versión que de nosotros mismos podamos mostrar.

 

Pido perdón, por Gonzalo Himiob Santomé

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Pido perdón a mis hijos, por este tiempo que he tenido que robarles para dedicarme a bregar por su futuro. A mi hijo pequeño le pido perdón, porque sabes que estás sumergido hasta la coronilla en otras ocupaciones, jamás más importantes, pero sí más urgentes, cuando una madrugada al pasar brevemente por su cuna a darle un beso de buenas noches, te das cuenta de que ha crecido mucho, con esa rapidez propia de los bebés, y de que no has estado allí lo suficiente como para que esos centímetros nuevos se te hagan imperceptibles. A mi hija le pido perdón por no haber podido jugar con ella como querría, y por haberme dejado ganar por el cansancio y dormirme esa noche en la que ella había dispuesto su cuarto como una especie de “cine” para ver, por fin, una película con su papá. Algún día, así lo espero, comprenderán que la ausencia y el desvelo eran necesarios, y que cuando al fin ellos puedan sentirse seguros y en paz, creciendo en un país libre, próspero y democrático, será en parte por el sacrificio que todos tuvimos que hacer en estos momentos.

Pido perdón a mi esposa, que ha tenido que soportar mi ausencia y mi ánimo, no necesariamente luminoso en estos días, y que ha tenido que llevar la casa sola estos días incluso cuando me ha tenido a su lado, pero pegado a una computadora o al teléfono, sacando cuentas o validando datos que jamás hubiese querido contar o validar. No me alcanzarán los años para agradecerle su inmenso amor y su apoyo.

Pido perdón a mis alumnos, que no veo desde hace tiempo porque he tenido que decidir, demasiadas veces para mi gusto, que era más importante estar en un tribunal o en una comandancia de la GNB o de la PNB, enarbolando (sin mucho éxito, por ahora) las banderas de la ley y de la libertad, que estar en el aula enseñándoles teorías y aforismos mientras el país, de la mano de los muy pocos que no entienden que ya su tiempo pasó, se nos cae a pedazos. Espero en Dios que sepan comprenderme, que no me juzguen con severidad excesiva y que, al final del día, cuando todo esto termine, puedan encontrar en mis acciones esos aprendizajes y lecciones vitales que no pueden enseñarse a ningún abogado en un salón de clases. Los hechos y el ejemplo, por modestos que sean, son a veces los mejores maestros.

Pido perdón a las madres y padres, a las esposas, a los esposos, a los hermanos y hermanas, y a los amigos, los novios y las novias a los que he tenido que transmitir, con el tono y la voz asépticos de un médico de urgencias, pero con el alma hecha pedazos, noticias y resultados de audiencias y gestiones que hubiera deseado no tener que transmitirles. Tristemente, la lucha en los estrados y ante los cuerpos de seguridad, hoy por hoy, es muy desigual, y poco tienen que ver con el respeto de las leyes y con el Estado de Derecho. La realidad actual es la que es, sin eufemismos, y a veces cuesta aceptarlo. Espero que cuando la pesadilla pase, que pasará, comprendan que nada ganaba atenuándoles la verdad o dorándoles píldoras que en situaciones como la que vivimos siempre serán muy difíciles de tragar, y que el mejor servicio que podía prestarles era el de mi mucho o poco conocimiento de las leyes y, por encima de todo, el de mi honestidad, asumiendo con responsabilidad tanto mis aciertos como mis fallas, sin recurrir a subterfugios ni a excusas.

También a ti, Venezuela, te pido perdón. Y al ver lo que estamos viendo, al vivir lo que estamos viviendo, me pregunto si habré hecho lo suficiente, durante todos estos años de oscuridad, para evitar que las cosas llegaran a este punto en el que nos encontramos hoy. A Dios le pido que me dé, que nos dé, las fuerzas que necesitamos para no rendirnos, para abrir las puertas que tengamos que abrir, para seguir adelante y para hallar, en paz (aunque algunos renieguen de ella y la vapuleen) el camino que nos lleve a ese destino mejor por el cual todos, cada uno en su parcela y desde sus posibilidades, estamos luchando como nunca antes lo habíamos hecho.

 

@HimiobSantome

Esos abogados, por Gonzalo Himiob Santomé

 

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Las recientes sentencias de la Sala Constitucional del TSJ, del mes de marzo de 2017, signadas con los números 155 y 156, objeto de repudio nacional y mundial, ya han sido analizadas desde el punto de vista jurídico por muchos juristas de la más alta talla. No entraré en esos aspectos, ya harto discutidos y analizados. El repudio generalizado y la coincidencia en los criterios que se esgrimen para desarticular uno a uno los bárbaros argumentos que sustentan esos fallos, son abrumadores. En ambas decisiones, de un plumazo, partiendo de falsos supuestos, usurpando funciones de otros órganos del Poder Público y excediéndose claramente en sus atribuciones, la Sala Constitucional, de la mano de sus siete magistrados, desmonta nuestro modelo de Estado y viola nuestra Carta Magna como no lo había llegado a hacer en ninguna otra decisión previa de esa instancia judicial, y hablando de la Sala Constitucional de nuestro TSJ, eso es mucho, pero mucho, decir.  Los nombres de esos siete sujetos, de los que decidieron olvidar lo que habían aprendido, y algunos de ellos enseñado, en las aulas, de los que optaron por colocarse por al margen de la Constitución y pisotear al pueblo soberano son: Juan José Mendoza Jover, Arcadio Delgado Rosales, Carmen Zuleta de Merchán, Calixto Ortega Ríos, Luis Fernando Damiani Bustillos, Lourdes Benicia Suárez Anderson y Federico Sebastián Fuenmayor Gallo.

Las ponencias que dieron lugar a las providencias del oprobio fueron conjuntas. Ninguno de los firmantes de las decisiones se abstuvo o salvó su voto. Eso quiere decir que, con plena conciencia y sin reserva alguna, estas siete personas decidieron colocarse, también de un plumazo, en el lado oscuro de la historia. Sus razones tendrían, pero no hay forma de que en el futuro se les vaya a recordar como algo distinto de lo que ya han, por propia decisión, sido: Los verdugos finales del Estado de Derecho, de la democracia, de la separación de poderes y del respeto irrestricto a los DDHH en Venezuela. Algunos de ellos, muy pocos, podían hasta ahora exhibir con orgullo previos méritos académicos y profesionales, pero eso ya se acabó. La toga les quedó grande. En todo caso su única y última virtud es que ayudaron a que las pocas caretas que quedaban desaparecieran para revelarnos, sin ninguna duda posible, el verdadero tamaño del monstruo que nos desgobierna, en toda su fatal dimensión. Así quedarán para propios y ajenos, y todo lo que hayan hecho con anterioridad, lo bueno y lo malo, y hasta lo que hagan después, bueno o malo, quedará para siempre opacado por estos dos exabruptos que, como vómito en escopeta, violentos soltaron uno tras otro contra Venezuela entera en menos de tres días, en este duro mes de marzo de 2017.

Pero no son solo ellos los que tendremos que guardar en nuestra memoria como ejemplo de lo que un abogado jamás debe hacer. Esas decisiones, tan similares en sus efectos y contenido a la “Ley Habilitante para Solucionar los Peligros que Acechan al Pueblo y al Estado” y al “Decreto del Presidente del Reich para la Protección del Pueblo y del Estado” (mejor conocido como “Decreto del Incendio del Reichstag”) ambos surgidos en la Alemania Nazi de 1933, tan parecidas en sus consecuencias a las de aquel nefasto “Fujimorazo” de 1992 en Perú, no nacieron de la nada. Esas decisiones fueron la respuesta de la Sala Constitucional a solicitudes formuladas y redactadas por, aunque ahora cueste llamarles así, abogados.

Es importante que también registremos y guardemos en la memoria los nombres de esos abogados, de esos colegas que tanto ahora, como antes, han decidido poner su título al servicio del abuso, de la injusticia y de las arbitrariedades contra las que juraron luchar.

Es verdad, como ocurre entre los médicos y sus pacientes, no nos corresponde a los abogados hacer juicios de valor sobre nuestros representados. De la misma manera en la que un médico, al recibir un enfermo o un herido, debe intentar curarlo sin preguntarle si es buena o mala persona, cuando a los abogados se nos encomienda un asunto legal no nos toca indagar sobre la buena o mala fe de nuestro mandante, lo que nos toca es verificar si su inquietud es viable y está apegada a las normas y, en todo caso, brindarle nuestro consejo y asesoría de la mejor manera posible y dentro de lo que ordenan la Constitución y la ley. Esa es la regla, pero en toda regla hay excepciones. Si tu representado te pide que le asistas en la interposición, por ejemplo, de un recurso de interpretación ante la Sala Constitucional, y tú sabes (porque no vives en Narnia, sino en Venezuela) que eso va servir para acabar con la institucionalidad democrática y con el Estado de Derecho, y que el recurso no es más que una excusa para buscar la manera de disolver a la AN, despojándola de sus facultades y atribuciones, como abogado no solo puedes rechazar ese caso, sino que estás obligado a hacerlo, estás obligado a negarte a ser el hacha que le corte la cabeza al órgano del Poder Público del que, por cierto, emanan las leyes que son nuestro modo de vida y que los abogados, muy especialmente, tenemos que respetar y hacer valer.

Quizás por eso, aunque no me atrevería a asegurarlo, hasta la misma Fiscal General de la República, la misma que ha dirigido y dirige una de las instituciones que más ha servido a la intolerancia oficial y a la injusta persecución política de tantas personas, por primera y sorpresiva vez alza la voz contra el exabrupto judicial y nos dice que esa línea, la de ese golpe de estado que nos ha dado la Sala Constitucional del TSJ, ni siquiera ella está dispuesta a avalarla ni a cruzarla.

No los mencionan los medios, no se habla de ellos, pero en las decisiones que nos han puesto ahora, para mal, bajo la lupa del mundo, están sus nombres. Búsquenlos. No los conozco, ni me interesa en realidad conocerlos, pero intuyo que algunos de ellos, en la soledad de sus noches recientes, ya habrán pensado que esta vez, por muy “leales al proceso”, por muy “rodilla en tierra” que sean, se les fue la mano. El dinero o las promesas que hayan recibido por estas gestiones están manchados ¿Qué buscaban a cambio de sus nombres y de la paz de la nación? ¿Unas cuantas lochas de más? ¿Quince minutos de mala fama? ¿La fatua e infantil satisfacción de sentirse, por unos minutos, cercanos a los “poderosos” e “influyentes”? No me imagino cómo pueden darle la cara a sus esposas o esposos, a sus padres o especialmente a sus hijos, si los tienen. Es con el futuro de ellos con el que se metieron, es el porvenir de sus pequeños el que se prestaron a destruir, poniendo su conocimiento jurídico y su mucha o poca pericia a la orden del oprobio y al servicio de quienes, para mantenerse en el poder “como sea”, para seguir dilapidando el dinero de todos en propio beneficio, para seguir destrozando nuestra nación, son capaces hasta de acabar con los últimos resquicios de institucionalidad que nos quedaban.

Esos abogados han olvidado que, como lo decía Ángel Ossorio y Gallardo en “El Alma de la Toga”, el verdadero abogado es el que se apasiona con su arte, con el amor por la ley y por el orden y la paz que de su cumplimiento dimanan, y que aquél no necesariamente ha de llevarle a donde el cliente le pida o le exija, sino a donde esté, luminosa, “la emanación pura de la justicia”.

@HimiobSantome  

Elegía al enemigo imaginario, por Gonzalo Himiob Santomé

Sombras

 

No concibo un trance peor que el de tener que batallar con fantasmas. Luchar contra lo que se conoce, contra lo corpóreo, contra lo que se ve, es sencillo. Cuando el enemigo es real, los límites de la contienda están definidos de antemano, no hay espacio para tergiversaciones, trucos bajo la manga ni confusiones. De lo que existe, se puede adivinar con facilidad si busca nuestro daño o no, de lo que no existe sino en nuestra imaginación, se puede decir cualquier cosa. Si algo real nos vence, no será porque le hayamos atribuido fuerzas que no tiene o porque nos hayamos dejado acorralar por temores auto inducidos, esos que elevamos a la enésima potencia desde nuestras propias limitaciones, sino porque en efecto tenía lo que necesitaba para superarnos; pero cuando el enemigo es imaginario, producto de nuestra propia paranoia o creación indefinida de nuestra locura particular, no hay victoria posible.

Algún día, desde la distancia que impondrá el tiempo inexorable, la historia recordará cómo el gobierno bolivariano, incluso desde los iniciales momentos de la campaña electoral que llevó a Chávez al poder, se dio sistemáticamente a la tarea de crearse enemigos donde nunca los hubo. Gracias a Chávez, desde hace casi 20 años Venezuela es un largo y agotador cuento, literal y metafórico, de fantasmas. Pese a estar lleno de derrotas inocultables, ese ha sido el método, no ha cambiado y, lo que es peor, no va a cambiar, porque detrás de cada narrativa oficial dirigida a la creación de nuevos enemigos “de la patria”, “de la revolución”, “del pueblo” y así,  contra los que cabe hacer la “guerra” y contra los que todo vale, no existe en realidad ni siquiera el ánimo de vencerlos, sino un marcado carácter utilitario dirigido a cumplir tres objetivos muy bien definidos: El primero, poner sobre los hombros de los demás, de los “otros”, culpas y cargas que solo pueden atribuirse al mismo gobierno, preso de su ineficiencia, de su corrupción, de su desprecio hacia el saber y de las evidentes carencias, morales o intelectuales, de muchos de sus más destacados representantes. El segundo, servirse de ello para reforzar, a través de injustas investigaciones, persecuciones, detenciones y hasta condenas, la espiral del miedo, esa que nos mantiene paralizados y ha hecho que, a los ojos del mundo, los venezolanos seamos vistos con una lógica suspicacia nacida de la constatación de que, si mucho de lo que aquí ha pasado ocurriera en otros países, la respuesta de la ciudadanía en esas latitudes hace rato que hubiera sacado a sus gobernantes del poder. Por último, esta creación de enemigos imaginarios a diestra, pero especialmente a siniestra, también cumple un objetivo “legitimador”, pues todo se hace, supuestamente, “por el pueblo” (entelequia que en el diccionario chavista/madurista solo se refiere a quienes les apoyen) de manera que, en un inacabable discurso maniqueo, se perciba siempre que en esta realidad siempre hay un “malo maluco”, que se opone perversamente al “pueblo” para, supuestamente, dañarlo siempre.

Hoy son los panaderos, pero hace nada los “malos” de la película eran los jugueteros. Antes ya habían pasado por la misma ordalía los constructores, los agentes inmobiliarios, los farmaceutas, los médicos, los vendedores de electrodomésticos o de cualquier bien necesario, los dueños de bodegas o automercados, los agentes de casas de bolsa, los ganaderos, los agricultores, los cafetaleros, los banqueros, los comunicadores sociales, los dueños de los medios de comunicación privados, los activistas y defensores de DDHH y hasta los vendedores de vehículos. Ni hablar de los políticos opositores, de los representantes de otros países o de los organismos internacionales que no le rían las gracias a la “revolución”, ni de los jóvenes, profesionales o estudiantes, que se hayan atrevido a alzar la voz en defensa de su futuro.  Todos hemos sido, o lo que es peor, en algún momento vamos a ser, estigmatizados como “enemigos del pueblo”. Todos somos, o en algún momento vamos a ser, “traidores” o “lacayos del imperio”. Todos somos o vamos a ser, a los ojos del “proceso” que nos han pintado por todo el país, “criminales”. De esa lógica revolucionaria perversa, aunque algunos aún se nieguen a creerlo, no se escapa nadie.

Y esto es así porque lo importante es cumplir con los objetivos antes planteados. La culpa siempre es de la vaca. Si no hay pan, porque en el país no se produce harina de trigo y tampoco se importa la necesaria, la culpa no es del gobierno, es de los panaderos; si no hay juguetes, o están muy caros, la culpa no es del gobierno, sino de los jugueteros; si no hay alimentos, la culpa no es del gobierno, es de los bodegueros, de los dueños de los automercados, de los ganaderos y de los agricultores; si no hay medicinas y la gente se muere por ello, la culpa es de los médicos y de la industria farmacéutica, jamás del gobierno “revolucionario” y “humanista”; si de Venezuela hay poco o nada bueno que contar, la culpa no es del gobierno sino de los medios de comunicación al servicio, supuestamente, de oscuros intereses; si no hay liquidez, o si nuestras reservas internacionales bajan a límites insostenibles, la culpa no es del gobierno ni de los boliburgueses que dilapidan nuestras arcas impunemente y a placer, sino de “Dólar Today”, de los banqueros y de los que manejan el mercado bursátil; si no hay vehículos ni repuestos, si las ensambladoras están paradas por falta de insumos o de las divisas para la importación que controla y reparte el gobierno, la culpa no es de Maduro ni de sus ministros, es de los concesionarios y de los fabricantes; si no hay vivienda, la culpa no es del gobierno, es de los constructores “capitalistas” y de los agentes inmobiliarios “especuladores” y “usureros”.

Todo es poner la paja en el ojo ajeno, para ocultar la viga que a los oficialistas les atraviesa no solo los ojos, sino la cabeza, para después con ello “justificar” la persecución y hasta la encarcelación de “los otros”, de los díscolos, de los críticos, con la mira puesta en sacarlos del juego para que sean los “leales” los que se ocupen de lo que, no hay prueba favorable en contrario, no saben hacer. Si le quitan sus panaderías a los panaderos, para ponerlas en manos del “pueblo”, nos vamos a quedar sin pan. Así pasó con las centrales azucareras, con las cementeras, con las cafetaleras, con Agroisleña, con las casas de bolsa, y no pare usted de contar. Con ello el mensaje que se envía es claro: “O te retratas conmigo o te saco del juego”. Y funciona. El miedo cunde y muchos, como la barbarie no ha tumbado aún a patadas sus puertas, creen ilusos que “si no se meten con el gobierno” el gobierno no se va a meter con ellos. Se equivocan.

Además, con todo esto, de la mano de los idiotas “progres” del mundo, de esos que son muy “humanistas” y “solidarios” pero ni de vaina dejan París o Madrid para venirse a vivir sus euforias en La Peste o en Ciudad Caribia, el gobierno revolucionario se lava la cara y pregona a los cuatro vientos falsedades populacheras que muchos le compran demasiado baratas y que a nosotros nos salen demasiado caras. No es en balde ni queda al azar el uso del término “guerra” (“económica”, “del pan”, “contra el acaparamiento”) contra los enemigos imaginarios, pues las reglas de la guerra son distintas a las de la civilidad, y si en situación de paz hay que respetar el estado de derecho, contra un “enemigo” en una “guerra” se puede hacer casi cualquier cosa. Esa es la idea escondida tras el uso de este vocabulario bélico e intransigente.

Pero pocos se atreven a verlo. Cuando uno escucha las declaraciones oficialistas en los foros mundiales, lo que escucha es populismo tosco y ramplón, lo que se oye es una ilusoria cruzada cervantina en la que estos supuestos Quijotes, inútiles, corruptos y flojos, no son más que víctimas llorosas y eternas de imaginarios molinos, para ellos en sus delirios todos “gigantes” conspiradores, que según ellos les salen hasta de debajo de la mesa. Lo peor es que, acá y afuera, todavía hay gente que se lo cree, y mientras tanto, entre los palos de ciego, los abusos y los manotazos a incorpóreos e inexistentes fantasmas, la realidad nos va devorando, esa sí, “a paso de vencedores”.

@HimiobSantome

Los nuevos prescindibles, por Gonzalo Himiob Santomé

sebin

Caídas ya todas las caretas, desaparecidas ya todas las imposturas, me pregunto ¿Cómo se sienten ahora todos esos jueces y fiscales que por tanto tiempo se desgarraron la ropa y la dignidad por la “revolución”? ¿Qué pasa por la mente de los que, sobre todo en instancias subalternas, hasta hace muy poco se sentían tan significativos y todopoderosos? No debe ser fácil eso de pasar de ser una herramienta indispensable para la consolidación del miedo, un arma útil y continuamente usada para consolidar narrativas y discursos oficiales falsos sobre cualquier cosa que pasara en el país, a ser ahora, a los ojos de quienes tantos los usaron y abusaron, un juguete viejo y sucio que ya no emociona ni sirve, y al que no se le tiene ninguna consideración ni respeto. Antes eran importantes para “el proceso”, ahora son absolutamente prescindibles.

El SEBIN, por ejemplo, hace ahora lo que le da la gana. De nada le valen decisiones, sentencias, exhortos o intimaciones judiciales. Desde hace rato hace “dibujo libre” y actúa como si no solo materialmente, sino además formalmente, fuese una fuerza no sujeta a control de ningún tipo. Se le ha olvidado que no es más que un órgano de seguridad del Estado que, como tal, está subordinado a la Constitución y a la Ley y, en lo que a las investigaciones y procesos legales se refiere, a la fiscalía y a los tribunales, pero no hay juez  ni fiscal con buenas nueces bien puestas en su lugar que termine de ponerle el cascabel, o mejor dicho, los grilletes, a ese gato. Claro, podrán alegar que de acuerdo las relativamente nuevas normas que lo rigen está adscrito desde el punto de vista administrativo a la Vicepresidencia de la República, pero eso no es excusa ni le exonera del debido acatamiento a las decisiones judiciales, mucho menos de las que tengan relación con personas que están bajo custodia de ese cuerpo de seguridad que, no hay que olvidarlo, no están allí “a las órdenes del SEBIN”, sino a la orden de los Tribunales y de la Fiscalía.

Hasta la fecha sabemos de al menos 18 órdenes de excarcelación dictadas por el Poder Judicial que para el SEBIN no son más que papel higiénico; sabemos también de incontables órdenes de traslado a centros médicos, o hasta a los mismos tribunales (para continuar los procesos) que sencillamente al SEBIN se le antojan como “de optativo cumplimiento”. Y hablo solo de lo que se conoce, porque en los 18 casos que menciono al inicio de este párrafo se trata de situaciones con cierta notoriedad pública por tratarse de causas políticas o de casos claros de detenciones arbitrarias, pero en otras causas menos llamativas o de bajo perfil, la situación es igual y hasta peor.

De la mano del Código Orgánico Penitenciario, de reciente vigencia, también se han visto nuevas irregularidades. Cierto es que allí se establece que los reos ya condenados quedan a la orden del Ministerio de Asuntos Penitenciarios, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría, digo, si viviésemos en un país normal, que un órgano del Poder Ejecutivo hiciese también lo que le venga en gana con algún condenado sin siquiera tomarse la molestia de comunicarlo o de ponerse de acuerdo con el Tribunal de Ejecución que, según la ley, es el que debe velar por el correcto cumplimiento de las sanciones que se impongan a cualquier persona en un proceso penal. Pero así pasa, y de nuevo, no hay quien ponga coto a los abusos. Un pran acusado y condenado por innumerables y muy graves delitos, uno que manda hace unos años a matar a una juez y que por error no la mata a ella, sino a su hermana, se pasea campante por nuestras playas, pero a por lo menos 82 procesados por motivos políticos, a ninguno de los cuales se le imputan delitos de gravedad y que, porque así lo ordena la Constitución, tienen derecho a ser juzgados en libertad y a ser tenidos y tratados como inocentes porque no han sido condenados, se les niega toda posibilidad de libertad e incluso a algunos de ellos, cuando la desgracia ha tocado sus hogares, hasta se les ha negado acompañar por unas horas a sus padres a su última morada. Así estamos.

Ya son varios los casos en los que cuando un fiscal o un juez se niega a privar de su libertad a procesados por motivos políticos, se les intimida o amenaza, incluso expresándoles que serán encarcelados, solo porque la orden desde el Poder Ejecutivo ha sido la de la prisión de los involucrados, así sea a costa de lo que imponen la ley o la verdad. Como muy mal paga el diablo a quien le sirve, de nada han valido las “credenciales” revolucionarias o sumisas previas de los funcionarios afectados. O me obedeces o vas preso, esa es la consigna.

No pueden decir que no estaban avisados. Desde 2002, y después, cuando a Chávez el TSJ de aquellas fechas le salió “respondón”, la estrategia, exitosa lamentablemente, estuvo clara: Había que consolidar un Poder Judicial sumiso y obtuso, uno que no se ocupara tanto de formarse y de prepararse para la importante tarea que, al menos formalmente, está llamado a cumplir, pero que no dudara en corear, para nuestra pena eterna, “¡Uh Ah, Chávez no se va!”,cada vez que se diera la oportunidad.

Ilusos, muy ilusos, fueron los que con buenas o malas intenciones pensaban que con ello tocarían el cielo, y se ven ahora disminuidos y sepultados en los lodos de una “revolución” que, ahora hay que ser ciego y sordo para no darse cuenta, solo buscaba el poder para unos pocos, muy pocos, y que no dudó ni un segundo en convertirlos, como a todo lo que toca, en una vergüenza para propios y ajenos.  Una vergüenza, además, completamente prescindible y dentro de poco, a los ojos de los que no quieren estar sometidos más que a sus propias ambiciones y caprichos, un también “peligrosa”, “traidora” e indeseable. Ya se ha dicho antes: Es la consecuencia de olvidar que si bailas pegado con el diablo, a juro y porque sí, te quemas.

@HimiobSantome

 

La puerta cerrada, por Gonzalo Himiob Santomé

portalAporrea

 

Les tocó su turno, y era de esperarse. Mucho se ha dicho que el problema de Venezuela va mucho más allá de las preferencias y diferencias ideológicas o políticas. Un régimen para el cual, desde sus inicios, la ideología no era más que un simple instrumento para el logro del poder, una falacia mil veces repetida y manejada además de una forma engañosa que jamás dejaba claro qué era lo que en realidad pretendía, necesariamente iba a prescindir de ella, y de quienes la profesan, cuando ya no le resultaran útiles.

Varios de los asiduos columnistas, todos ellos declarados chavistas y revolucionarios, del portal web www.aporrea.org han pasado a engrosar las filas de los estigmatizados, de los perseguidos, de los “traidores a la patria”. Poco falta, por más que siempre se hayan proclamado y hayan actuado consecuentemente como “seguidores del proceso”, para que las cúpulas del poder les llamen “escuálidos” o “lacayos del imperio”. Llama mucho la atención, porque son ellos los que nutren, algunos de ellos desde sus inicios, este espacio virtual que muestra como tarjeta de presentación, y así se lee textualmente en su introducción, su identidad “…con el proceso de transformación revolucionaria y democrática de nuestro país, Venezuela, con una visión que se extrapola al resto de la humanidad, en la perspectiva de la liquidación del sometimiento capitalista-imperialista y la construcción de sociedades libres, basadas en el poder de los trabajadores y el pueblo, sin explotación del hombre por el hombre…”.

¿Qué les pasó? Pues que no son ciegos, ni sordos, ni mucho menos mudos. Su pecado ha sido el mismo que el nuestro: Cuestionar y criticar los modos y maneras de quienes, en el poder, hace rato que le han dado la espalda al pueblo y se han ocupado de sus propios bolsillos y prebendas a costa de Venezuela. No han hecho más que relatar e interpretar, contra la disociada y obtusa narrativa oficial, la realidad que a todo nos abofetea, sin distinciones, todos los días.

No la deben tener fácil. Muchos nos hemos opuesto en su momento a Chávez, y ahora a Maduro, a través de nuestros escritos, incluso desde antes de que fueran gobierno, y ya conocemos de sobra lo que esto acarrea; pero no es este el caso de quienes (me los imagino ahora con un gesto en sus rostros de gran sorpresa y, además, de inmensa decepción) aunque no se cansaron de cantar loas a la “revolución” que hoy los traiciona, aunque celebraban la intolerancia oficial contra el que se atreviera a alzar la voz, siempre por supuesto que fuera contra “el otro”, ven ahora que la salsa represiva con la que el gobierno ha devorado durante tantos años a tantos opositores ahora también resulta buena para ellos. Quizás lo más doloroso sea, para ellos, darse cuenta de que la verdad es, y siempre ha sido, que el único “hombre nuevo” que interesa y que siempre ha interesado a las cúpulas del gobierno en Venezuela, desde la llegada de Chávez al poder, es el que sea siempre obediente, pusilánime y silencioso.

Podemos adelantar fácilmente, pues es un guion harto repetido, lo que les va a pasar si persisten en su línea crítica. Ya empezó con ellos la primera etapa del actuar intolerante: La despersonalización. Ya están dejando de ser, a los ojos del poder, seres humanos. La idea es que se les perciba como cosas, no como personas, por la sencilla razón de que con una persona no puedes hacer lo que te dé la gana, pero como las “cosas”, por el contrario, no tienen derechos, son prescindibles, sustituibles, y contra ellas sí se puede hacer cualquier cosa. Así ha sido siempre este Cronos oficialista, que tanto gusto le ha cogido a la carne de sus hijos. Para eso son, que no les quepa duda, las etiquetas. “Escuálido”, “apátrida”, “traidor”, “terrorista comunicacional”, y otros motes similares no son más que las palabras que, con premeditada intención, empezarán a sustituir sus nombres. Después comenzará la razzia: Las investigaciones, los seguimientos y los expedientes abiertos sobre cada uno de estos nuevos y supuestos “quinta columna” en el SEBIN o en la DGCIM. Luego vendrá, bajo cualquier excusa, la criminalización formal, de la mano de instituciones sumisas como la fiscalía o los tribunales penales, y no tardarán uno o dos de ellos en ser encarcelados, o forzados al exilio, para que “sirvan de ejemplo” a los demás. Y ya desde allí, yo que se los digo, no hay marcha atrás. Ya habrán sido estigmatizados como “enemigos de la patria”, y de ese calabozo, créanlo, no hay golpe de pecho que te saque.

Su sino es doblemente malo. Y esto lo afirmo con una profunda preocupación, no exenta de una angustiante decepción. Apenas tuve conocimiento esta semana de la situación que motiva esta entrega, expresé mi sentir en las redes sociales indicando que ya ni ser “revolucionario” te garantizaba salvación alguna si eras de esos que, incluso fieles al “proceso”, se atrevían hoy por hoy en Venezuela a alzar su voz contra el poder y sus manejos. Las reacciones, ahora del lado de la acera opositora, no se hicieron esperar. “¡Se lo merecen!” y “¡Eso les pasa por focas!”, soltaron algunos. “¡Qué se jodan!”, bramaron otros.

Y yo no podía dejar de pensar que ya se ha enseñoreado, en este país que hoy más que nunca nos necesita unidos, a todos, contra el enemigo común (representado por unos pocos, muy pocos, que nos dilapidan, persiguen y abusan), la que en 2010 denominé en mi libro “El Gobierno de la Intolerancia”, la “intolerancia inversa”, según la cual, a fuerza de ser nosotros, tantas veces, víctimas de la intolerancia oficial, terminamos a veces comportándonos, contra los que no comparten nuestras visiones, con la misma vehemente y fanática intransigencia que tanto daño nos hizo y nos hace.

Razón tenía Nietzsche cuando nos advertía que, si pasas mucho tiempo contemplando un abismo, llega un momento en el que el abismo te devuelve la mirada.

Pero no. No quiero que eventualmente salgamos de esta oscuridad para caer de nuevo, irremisiblemente, en otra igual de densa. No debemos concederle a la intolerancia y al desprecio a los demás, por sus posturas o ideas, esa victoria ¿No hemos tenido suficiente de eso ya? No son estos columnistas y colaboradores de Aporrea, por mucho que no estemos de acuerdo con su visión presente o pasada del país, nuestros “enemigos”. La realidad no discrimina. No son “los otros”. No hay un “ellos” y, allá lejos y después, un “nosotros”, hay un “todos”, aquí y ahora, y si algo nos hermana en este momento es que ya sabemos todos que el país, tal como va, está a punto de dejar de serlo.

El mal que desde el poder se infringe contra cualquier ser humano no deja de serlo solo porque ahora toca la puerta de quienes no ven las cosas como a nosotros nos gustaría que se vean. La intolerancia y la persecución como políticas de Estado son crímenes, sea quien sea el que los sufra. Pensar lo contrario es caer en un círculo vicioso en el que los abusos y las tropelías se reciclan, infinitos, a cargo de los mismos protagonistas (víctimas y victimarios) que lo único que hacen es intercambiar sucesivamente sus papeles en una obra que, ya lo deberíamos haber aprendido, mantiene entre nosotros la puerta cerrada y no nos permite luchar juntos contra el verdadero enemigo. Esa una obra que, de más está decirlo, no tiene final feliz.

 

@HimiobSantome

La burbuja militar, por Gonzalo Himiob Santomé

MilitaresVenezuela1

 

No. No tengo “información de primera mano” sobre lo que esté o no esté pasando en los cuarteles. Tampoco le hago caso a “las bolas”, casi siempre recicladas, que de vez en cuando ruedan por ahí sobre el supuesto “ruido de sables” que a veces dicen que se escucha allá o acá. No tengo en general mucho contacto con el mundo militar y, la verdad, cuando me ha tocado defender a cualquier persona, de uniforme o no, en la jurisdicción militar, me cuesta un poco comprender sus códigos y su lenguaje. No me siento cómodo con toda esa uniformidad, con toda la parafernalia, con ese acatamiento ciego de órdenes solo porque sí, con ese uso posesivo y extraño del “mi” para referirse a los superiores ni con esas frases altisonantes, muchas de ellas de una cursilería imperdonable, que repiten a coro mal encarados y como si estuvieran furiosos para infundir miedo en el “enemigo”. A pesar de lo anterior, he de decir que conozco a algunos militares muy dignos, respetables y preparados, que quizás por ello ya no están activos. Incluso algunos han tenido que pagar con cárcel su inteligencia y su espíritu crítico, pero ese es otro tema.

La cosa es que por más que primero el chavismo y luego el madurismo se han empeñado en fomentar la “unión cívico-militar”, y más allá del talante absolutamente militarista del poder en Venezuela, creo que ahora, como nunca antes en toda nuestra historia, el mundo militar está completamente divorciado del mundo civil. Al parecer a los primeros se les ha olvidado que antes de ser soldados son, primero que nada, seres humanos y, además, ciudadanos; mientras que los segundos ya no podemos ver ni de lejos el verde oliva porque de inmediato nos domina la desconfianza y la aprehensión. Toca lamentablemente generalizar, pero de este lado de la acera, la verdad sea dicha, nos sobran las justas razones para ello. Siempre en lo militar ha privado una especie de sentido de cofradía, como si se tratase cada componente de una suerte de club al que solo unos pocos elegidos tienen acceso, y eso era hasta cierto punto comprensible, pero jamás como ahora se había sentido esta disociación entre los que no portamos uniforme y los que sí lo llevan.

Pareciera que civiles y militares, incluso compartiendo tiempo, territorio y espacios, viviésemos en países distintos, en universos paralelos, sin conexión entre ellos, en los que hasta las más elementales pautas y reglas son diferentes.

No soy de los que crea que en cada militar activo de la Venezuela de hoy viva un cobarde o un corrupto. Como en todo grupo humano, de la naturaleza que sea, estoy seguro de que en cada cuartel hay un poco de todo. Militares los habrá valientes y pensantes, preocupados por nuestra nación y anhelantes de un cambio para mejor, pero también los habrá ciegos, “golilleros”, oportunistas y abusadores, como los hay en el mundo civil, que es su espejo. En este sentido, vale destacar que, de la misma manera en que ocurre entre gobernantes y gobernados, los pueblos también tienen los militares que se merecen.

No toca acá hablar de los que tienen ya muchas deudas acumuladas con Venezuela y con la justicia. A esos ya les llegará su sábado. Hablemos más bien de los militares serios y honestos, de los menos visibles, de los que eligieron la carrera de las armas por vocación, por tradición familiar o como un medio para crecer a nivel profesional. Me pregunto: ¿Qué está pasando por sus mentes? Puede que en su comando o unidad nunca les falte el “rancho”, que cuando les duela una muela o un riñón tengan de inmediato a la mano a algún asimilado que los alivie y que les recete medicinas que ellos sí consiguen. Puede que no les falte un carro del año, aunque sea chino, y hasta que les hayan asignado residencia en alguno de esos espacios cerrados y custodiados en los que sus hijos sí pueden bajar tranquilos a jugar con sus amigos, sin tener que temer más que a algún raspón de rodilla. Puede que a cambio de todo eso no hayan tenido más que asegurar su silencio y que tragar grueso de vez en cuando, pero ¿Hasta qué punto es sostenible esa burbuja? ¿Era ese el sueño de Bolívar?

Más allá de las barricadas, de los toques de diana y de los saludos ostentosos, tenemos gente comiendo de la basura, presos y perseguidos políticos, niños que mueren desnutridos, enfermos que agonizan esperando medicinas que nunca les llegan y millones de familias divididas y dispersas por el mundo. Más allá de los tenues y frágiles límites de la burbuja militar, ahora mismo, en el tiempo que nos tomamos para leer esto, es asesinado al menos un venezolano. Más allá de las gorras, de las insignias y de las charreteras, de las botas y de las hebillas pulidas, vivimos en el país con la inflación anualizada más alta del mundo y con una (la segunda) de las tasas de homicidios por cada 100.000 habitantes más elevadas del planeta. Mientras muchos se sienten a gusto en sus cuarteles, en esos espacios inmaculados en los que al mal general se le mantiene bajo camuflaje, con toda seguridad alguno de sus familiares cercanos tiene que hacer malabares para sobrevivir o ya ha recibido su “dosis de patria”, de la mano de la delincuencia, de la persecución injusta, de la escasez o de la inflación desbordada. Entonces, ¿hasta qué punto pueden seguir aislados y jugando a la sordera?

No se trata de pedirle a los uniformados que se vuelvan opositores ni que tomen las armas contra nadie. Nada más lejos de mi intención. Se trata de hacerles ver que más allá de sus cuatro paredes, la Patria, la que juraron proteger, agoniza. Se trata de recordarles que, en esta ecuación, los fuertes son ellos, y que con ello les viene no solo un vistoso uniforme, sino además la inmensa responsabilidad de proteger, de los abusadores, a los más débiles. Se trata de reafirmarles que tienen derecho a decidir cómo quieren ser recordados, que tienen derecho, en cuanto a sus ideologías o a su visión de país, a tener la razón o a estar equivocados, pero siempre y cuando también recuerden que su obligación más sagrada, además de la de defender nuestro territorio y nuestra soberanía, es la de defender nuestro derecho ciudadano a elegir quiénes deben ser nuestros líderes y cómo y bajo qué proyecto político queremos vivir, sea que estemos equivocados o no.

Los militares no son una isla. “Ningún hombre es una isla entera en sí misma / cada hombre es una pieza del continente / una parte del todo”, decía el poeta John Donne, y por eso se dolía de la muerte de cualquier otro hombre, fuera quien fuera, y pedía no estar preguntando por quién doblan las campanas. Atentos al clarín de la realidad: Más allá de la burbuja militar, en esta hora menguada nuestras muy ominosas campanas también doblan por ellos.

 

@HimiobSantome