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Historia de las Historias

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Los políticos deben cuidar sus palabras, pero no estamos señalando nada nuevo. Basta un vistazo a las máximas escritas por el padre Gracián en el Siglo de Oro para ver cómo insiste en la prevención de desembuchar frases adecuadas, no vaya a ser que topen con lo que no han salido a buscar. Nunca sobra el cuidado de pensar antes de hablar, especialmente si el orador se dirige a grandes audiencias, insiste el sabio jesuita que alcanzó fama por sus descarnados y cristalinos consejos. Se supone que una advertencia tan antigua forma parte de la educación de quienes tienen la necesidad o las ganas de discursear desde un estrado, aunque puede saltarse a la torera por el tamaño de la verdad que en ocasiones sale de las lenguas que pierden el freno. Igualmente puede provocar escandalosos actos de contrición.

En la historia de Venezuela hay un caso proverbial en este sentido, que dio a su protagonista, Félix Bigotte, una fama de oportunista debido a la cual opacó su labor en faenas intelectuales de primera línea. Bigotte redactó un panfleto terrible contra Guzmán Blanco, El libro de oro, que ocupó la vanguardia de la reacción en los tiempos de Linares Alcántara. Fue muy duro contra el Ilustre Americano, sin imaginar que el criticado tendría después nuevos tiempos de gloria y poderío. Cuando regresó por sus fueros don Antonio, Bigotte no solo corrigió lo que había escrito, sino que también llegó a afirmar en el Congreso, ante la presencia de los diputados y de los redactores de los periódicos, que Venezuela vivía, debido a una espléndida ofrenda del destino, “el siglo de Guzmán Blanco”. Se sabe que el retornado mandatario no se andaba por las ramas a la hora de cobrar las afrentas de sus adversarios, hasta el punto de encerrarlos en La Rotunda en medio de privaciones sin cuento. Los que busquen una explicación de la voluble conducta, deben mirar hacia el terror de una época y de un hombre despiadados.

Pero las explicaciones sobre arrepentimientos de la actualidad no siempre se deben atener al terror por las represalias de un gobierno dictatorial, aunque encuentren origen en ellas. La intolerancia del chavismo frente a la opinión de sus rivales ha llegado al extremo de generar condenas lapidarias, acusaciones sin apelación, insultos a mansalva y procesos por delitos de opinión que pueden provocar penitencias como la del señor Bigotte. Sobran evidencias sobre el particular, entre ellas los saltos de talanquera, pero el problema no radica únicamente en lo que la conducta del poderoso encierra de monstruoso en su esencia, sino también en la posibilidad del contagio. ¿No se advierte la infección en las respuestas recibidas por un político conocido, Ramón José Medina, debido a unas declaraciones que expresó sobre la prisión de Leopoldo López, otro político de prestigio y de primera importancia en las filas de la oposición? Las contestaciones no ahorraron ningún tipo de dicterio, prodigaron descalificaciones que obligaron a una rectificación automática antes de que se anunciara la alternativa de que el futuro reservase La Rotunda para unas frases apresuradas. Como se sabe y por desdicha, la tempestad de improperios surgió de los ubicuos adalides que reclaman libertad y democracia todos los días y desde todos los rincones, de los campeones que no se cansan de denunciar la atmósfera dictatorial que nos envuelve.

Si la MUD se encuentra hoy ante el desafío de una revisión de su papel deberá examinar los desaciertos del conjunto, pero especialmente las tonterías sin destino exitoso que se han producido por la miopía y por el egoísmo de algunos de sus líderes. La operación producirá un vendaval de vituperios como los que recibió Medina, en caso de que busque el derrotero de las cuentas claras, que no pocas veces son brutales; y si, como parece, la obcecación que ha caracterizado al chavismo ya es cizaña arraigada en la parcela de la otra orilla. Ya que no actuarán como Bigotte, ¿lavarán la ropa en galante y hermético torneo, para evitar las furias de una masiva inquisición que calca los procederes del gobierno? Casos como este no fueron contemplados por el Oráculo de Gracián, quien no tuvo ocasión de escribir sobre un episodio tan colectivo y peligroso de intolerancia.

@eliaspino

El Nacional 

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En 1857, aparte de las primeras fotografías del paisaje venezolano, un polaco llamado Pal Rosti dejó un curioso relato de su paso por Venezuela,Memorias de un viaje por América, repleto de pormenores sobre las costumbres locales. No solo salía con la carga que necesitaba para captar imágenes pioneras, sino también con una libreta en la que anotaba las cosas que llamaban su atención. A la hora de ponerse a escribir se detuvo en la influencia que ejercía la esposa del presidente de la república, José Tadeo Monagas, pues le pareció especialmente exagerada. Gracias al temor que provocaba la mención de su nombre, aseguró Rosti, la primera dama logró adquirir una fortuna que llegó a sumar 20.000 dólares acumulados en la gestión de bonos de la deuda pública. Si un gestor decía las palabras mágicas –“Es de orden de doña Luisa”– la señora se ganaba unos centavos.

Las memorias de Núñez de Cáceres abundan en noticias de esta ralea, propias de la especie de monarquía campestre que fundaron los hermanitos José Tadeo y José Gregorio. Establecieron un predominio de la parentela que logró continuidad a través de la influencia de los vástagos de los dos ilustres personajes, José Ruperto y Domingo, que dieron faena a la república aun después de la devastación de la Guerra Federal, hasta el extremo de lograr que se dividiera la sociedad en facciones de “ruperteños” y “domingueros”, motes que remiten a un estado de postración de principios cívicos que ha sido difícil de superar.

De cómo permaneció tal declive da cuenta la escena representada por Guzmán cuando inició los trabajos para levantar la estatua ecuestre del Libertador en la plaza principal de Caracas. No protagonizó un capítulo burdo como el de sus predecesores, pero en los alardes de modernidad que encarnaba se repitió el hábito de mezclar lo público con lo privado y lo nacional con una sagrada estirpe: acompañado de doña Ana Teresa y de sus querubines, en el foso sobre el cual se fabricaría el pedestal de bronce colocó su retrato y el retrato de su padre, el viejo Antonio Leocadio. ¿No refrendaba así, en majestuosos términos, el nexo entre las prerrogativas de la sangre que detentaba el poder y los intereses de la patria liberal? Uno usualmente se fija en la intromisión de doña Jacinta en los asuntos públicos, dejando de lado un suceso como el abocetado, no en balde la mujer del presidente Crespo actuó después con descaro en la provisión de ministerios y en la distribución de favores, sin la filigrana usada por el Ilustre Americano para dejar constancia de cómo se batía de veras el cobre en el alto mando.

Del gomecismo provienen evidencias sobradas de cómo se prolongó sin simulaciones la monstruosa situación, hasta el extremo de que ejercieran la Presidencia de la República y las vicepresidencias el jefe del clan, su hermano y su hijo mayor. No se repitió semejante escándalo en los tiempos de la democracia representativa, pero el poder ejercido por las señoras Blanca Ibáñez y Cecilia Matos, parejas de los presidentes Lusinchi y Pérez, da cuenta de cómo permaneció y causó perjuicio a los asuntos públicos el vínculo estrenado durante el monaguismo. Lo descrito no vino a cuento para hacer un ejercicio inocuo de memoria, sino para tratar de observar entre todos cómo la situación no ha dejado de presentarse en la actualidad sin los maquillajes capaces de ocultar cicatrices y arrugas.

La privanza de los padres y de los hermanos del desaparecido presidente Chávez demuestra la continuidad de una desviación de valores como las anteriores, a menos que consideremos que su inamovilidad en las alturas del poder se deba a la brillantez de cualidades intelectuales y al cúmulo de sacrificios que los adornan. Lo mismo sucede con el predominio de sus descendientes, cuya rutilante perduración, hasta el extremo de usar como domicilio la residencia reservada a los jefes del Estado, obedece al detalle de ser hijos del papá. De lo cual se desprende el hecho de cómo el cacareado socialismo del siglo XXI, sin que necesariamente se hable ahora de negocios turbios como alguno que ya provoca murmuraciones, ni siquiera ha sido capaz de distanciarse de los deplorables tiempos de doña Luisa Monagas.

El Nacional

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¿Cómo actuará Maduro ante la encrucijada que le presentan ciertos voceros de la ortodoxia chavista? ¿Saldrá del aprieto ante quienes lo acusan de traidor a los principios jurados en Güere? ¿Está ante un desafío personal, o ante una trifulca capaz de cambiar la marcha de la “revolución? Parecen asuntos que debe enfrentar con urgencia para que la borrasca principiante no se vuelva tormenta arrolladora, o quizá sean apenas escollos menores que superará con algunos movimientos en una cúpula dentro de cuyo seno apenas se observan unos pocos convencidos de la cruzada del caudillo muerto. Sea como fuere, lo que se puede perfilar como una fronda capaz de ramificarse no es otra cosa que la referencia a una causa a la cual deben atribuirse los desastres que ha sufrido el país en las últimas décadas. La rectificación que reclaman los ortodoxos consiste en la profundización de las penalidades de la sociedad, dilema que seguramente no tendrá importancia para quien busca la manera de aferrarse al poder sin pensar en los sacrificios de los gobernados.

Maduro puede convertirse en el retorno del buen juicio en las altas esferas, si se miran con cuidado las exigencias de los cruzados del chavismo originario. Como asesores o promotores de un supuesto plan de regeneración nacional, los protestantes tipo Giordani y Navarro piden que el presidente piense y actúe como Chávez, en el entendido de que solamente la vuelta a los orígenes de la “revolución” permitirá la salvación de la gestión administrativa y, en especial, la restauración de un único pensamiento gracias a cuya aplicación saldremos del atolladero. Los compañeros de la asonada del 4-F se quejan de una desviación de principios debido a la cual, entre muchos otros motivos de reproche, se ha cambiado la ruta del ejército bolivariano para convertir su causa en una prenda de degeneración. En los dos casos se acude a la figura de Chávez, sin la alternativa de pensar, ni siquiera en un rapto de ecuanimidad, que haya sido él, como invencionero del socialismo del siglo XXI y como escogedor de los arrieros de su camino, el motor de todos los desastres. Que Maduro se aleje del magisterio del comandante es el pecado capital que le reclaman, aunque pudiera convertirse en el principio de una rectificación como la esperada por las mayorías, en el supuesto negado de que esas mayorías creyeran, como calculan sin fundamento los catecúmenos de la antigüedad, que se llegará a un capítulo de nuevas definiciones.

Maduro también se anuncia como criatura y heredero de Chávez. Si se atreve, colocado al borde del precipicio de un país en ruinas, a realizar cambios en el manejo de la política y en los asuntos de la economía, encontrará la manera de relacionarlos con las ideas del “comandante eterno”. Con la creación de una nueva unión cívico-militar, por ejemplo, pese a que los golpistas originarios la juzguen como una aberración y los burócratas viejos como una amenaza. O con la invención de un plan de salvamento de la democracia participativa, según el método del personaje sacrosanto a quien acuden los bandos enfrentados. Maduro sabe que en la negación de la cartilla se le van la identidad y la vida, motivo que lo obliga a alejarse solo un poco del desastre originario. Sabe que esa cartilla, pese a su vaciedad, puede hacer de parapeto frente a los defensores del dogma. Que ellos piensen distinto tal vez no lo abrume demasiado, porque el templo no vibra de entusiasmo ante el sermón de unos predicadores alicaídos. Para que cese la discordia bastará con que una escurrida procesión salga sin campanas.

Las dos facciones alegan su descendencia de la misma paternidad. Los dos sectores se aferran a la patraña de un liderazgo que califican de omnisciente, pese a que constituyó uno de los fenómenos de entendimiento de la sociedad más limitado y estrecho de los últimos tiempos. Los dos fragmentos ven luz en el seno de la oscuridad. ¿Debemos esperar resultados de trascendencia? Todo terminará como empezó: sin grandeza. Todo quedará en el ámbito de las rencillas minúsculas y los arreglos movidos por el interés, probablemente, pero el pronóstico no sugiere a la oposición que vea la pugna como quien ve llover.

Elías Pino Iturrieta

El Nacional

 

RamónJVelásquez

 

En la editorial Planeta, cuando publicaron La caída del liberalismo amarillo, me pidieron que escribiera la contraportada. Afirmé allí: “No parece casual que los venezolanos hayan fijado los ojos en el autor, Ramón J. Velásquez, hasta el punto de designarlo Presidente de la República en un período tan descompuesto como el que estudia. La designación otorga una relevancia inusual a su obra, pero también le ofrece una esperanza a nuestro atolladero. Gracias a la solvencia del intelectual en el conocimiento de los sucesos que una vez condujeron a Venezuela hasta el borde del abismo, se puede esperar una gestión de resultados plausibles. Mejor ocasión no se había presentado de saber para qué sirve la historia”.
Entonces, y ahora, considero que los aciertos del ciudadano Velásquez dependieron de la obra del historiador que en esencia fue. En consecuencia, trataré de mostrar hoy algunas de sus contribuciones como indagador del pasado.

Fue trascendental lo que hizo en materia de custodia y divulgación de fuentes primarias. En especial, la organización de un precioso repositorio para el entendimiento de la contemporaneidad, el Archivo Histórico de Miraflores, cuya oferta de materiales inéditos resulta esencial para el análisis de la política en el siglo XX. No solo se ocupó de encontrar los presupuestos del caso, sino también de la redacción de los epígrafes de las secciones de 150 volúmenes publicados partiendo de los documentos guardados en su seno. Luego emprendió otra relevante faena, la Fundación para el Rescate Documental de Venezuela, para entregar a los estudiosos los informes de los diplomáticos extranjeros sobre la vida doméstica en general. La incorporación de las observaciones foráneas ha permitido estudios de una profundidad inusual, desde luego.

Pero también le debemos ediciones monumentales de documentos, la mayoría desconocidos o de ardua localización, sin los cuales no hubiéramos salido de las versiones simples o planas del estado nacional a través del tiempo. Me refiero a la serie Pensamiento político venezolano del siglo XIX, compuesta por quince volúmenes cuidadosamente apuntados por los recopiladores, de cuyas páginas se han nutrido con provecho los especialistas y los simples curiosos. Las versiones del comienzo de la autonomía republicana, de las hegemonías personalistas, de las guerras civiles y de los esfuerzos del antiguo civismo son otras, después de la edición de esta colección imprescindible. Pero no detiene el esfuerzo, hasta adelantar una titánica edición de 130 volúmenes sobre el Pensamiento político venezolano del siglo XX. Un fatigoso rastreo, una búsqueda que parece interminable, el movimiento que insufla a un enjambre de historiadores jóvenes desembocan en un legado de extraordinaria entidad para el análisis de nuestros días. Si se agrega la colección de Fuentes para la historia republicana, que coordinó para la Academia de la Historia, y la colección Venezuela peregrina, que recoge títulos de venezolanos en el exilio, estamos frente a un trabajo sin parangón.

Si el lector se pregunta cómo pudo hacer tanto sin abandonar sus obligaciones políticas, se sorprenderá al saber que su bibliografía individual está compuesta por 38 títulos, algunos tan importantes como La caída del liberalismo amarillo, Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez,  El proceso político venezolano del siglo XIX y La obra histórica de Caracciolo Parra Pérez. Es evidente que el compromiso de Ramón J. Velásquez con el bien común, de todos conocido, remite a un vínculo con el republicanismo que determinó su conducta desde la juventud, pero la comprensión cabal de su tránsito obliga a juzgarlo como historiador. En nuestros días, pero también en días ajenos y remotos, fue el político mejor informado de los antecedentes de la sociedad porque los estudió con método y sin impaciencia. Cultor empecinado de la memoria colectiva y ciudadano legítimo de la república de Clío, gracias a su íntima relación con la obra de los antepasados, con los antiguos y no pocas veces torcidos pasos de los antecesores, le podemos atribuir un quehacer de entidad que no pueden llevar a cabo los políticos que a duras penas se interesan por lo que sucede en su presente.

 

El Nacional

 Jorge-Giordani-

 

Jamás había pensado en la posibilidad de felicitar a Nicolás Maduro por sus decisiones de gobierno, pero la lectura del texto que escribe el doctor Jorge Giordani para comentar su salida de una cúpula en la que había brillado con fulgor de estrella, si no conduce a la aclamación del primer magistrado por la medida de separarlo del gabinete, permite considerar que se ha librado de un incordio gracias a cuyo alejamiento puede, si de veras está en sus capacidades e intenciones, modificar el rumbo torcido de muchas cosas. El doctor Giordani presenta un escrito titulado “Testimonio y responsabilidad ante la historia”, del cual se desprenden unas ínfulas debido a las cuales lo más razonable consiste en tenerlo lejos como compañero y como mentor.

Tal vez lo más llamativo del texto radique en la exposición que hace el autor de sus vínculos con el comandante Chávez. No haré muchas citas fieles de sus letras porque seguramente ya son del dominio público, situación susceptible de probar si las tergiverso o las manejo desde el capricho, pero trataré de no pasarme de la raya. El doctor Giordani reivindica la existencia de un vínculo con el líder, que se remonta a una entrevista en la cárcel de Yare durante una jornada fundamental para él, pues la recuerda con precisión: 26 de marzo de 1993. Fue el encuentro con una figura capaz de cambiar los anales de Venezuela y, por supuesto, de transformar la peripecia de quien en adelante se presenta como interlocutor y consejero de un genio de la política. El doctor Giordani reconoció en Chávez “las dotes de un conductor de pueblos”, capaz de llegar al sacrificio de su vida para el logro de su propósito de regeneración continental, y se transformó en su asesor. Pero en un asesor beligerante, no en balde fue capaz, según relata, de llevarle la contraria con el debido respeto hasta llegar a conclusiones de entidad para el desarrollo del gobierno. Chávez, entregado a la felicidad del pueblo “desde muy joven en sus tiempos de cadete o deportista”, topa con la iluminación a veces incómoda de quien ahora es echado del gobierno. Estamos ante la orientación dominante del testimonio que el autor desembucha para dejar constancia de su excepcional papel en la historia.

Los reproches para el gobierno de Maduro encuentran origen en la legitimación del vínculo aludido, que parte de la exaltación de un personalismo sin sustitución. En la medida en que Maduro se distancia de las orientaciones ineludibles del comandante, pero también porque no puede calzar sus botas, el gobierno comienza a dar tumbos hacia el precipicio. Cuando se producen “síntomas de ruptura” con la política del conductor supremo, se tuerce el rumbo de un camino que, según el doctor Giordani, marchaba hacia el establecimiento de una felicidad jamás lograda desde la fundación de la república. Cuando Maduro lo deja de escuchar, cuando se aleja de las luces que iluminaron al brillante líder del pasado, reinan la incoherencia, la superficialidad, la corruptela y la torpeza inhabituales en una década de sabia administración. De allí el establecimiento “de una Presidencia que no trasmite liderazgo, y que parece querer afirmarlo en la repetición, sin la debida coherencia, de los planteamientos como los formulaba el Comandante Chávez”. Cuando brillan otras luces en el firmamento, “surge una clara sensación de vacío de poder en la Presidencia de la República”. Parece evidente que no sentimos solamente quejas contra la política del incompetente sucesor de un superhombre que tuvo la fortuna de topar con el consejero adecuado, sino también lloros porque el pobre tipo cometió el dislate de apagar la lámpara maravillosa. Curiosa posibilidad de leer el testimonio de quien había simulado un tránsito de religiosa humildad.

Pero es el desafío de quienes confunden la historia con su autobiografía. El doctor Giordani vino al mundo en San Francisco de Macorís para convertir en realidad los anhelos revolucionarios de su familia, según confiesa en la conclusión del escrito que redacta para ofrecer el testimonio de sus sacrificios, y ahora un actor de reparto llamado Nicolás Maduro lo expulsa de la historia. El figurante debe sentir alivio ante lo que no parece la confesión de un monje.

 

El Nacional

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¡Bochinche, bochinche! ¡Esta gente no sabe hacer sino bochinche! Estas palabras fueron pronunciadas por el Generalísimo Francisco de Miranda en la madrugada del 31 de junio de 1812 luego de recibir a un grupo de oficiales patriotas en el domicilio donde dormía situado en el puerto de la Guaira, de donde partiría en la mañana con destino a Curazao.

Entre aquellos oficiales se hallaban Simón Bolívar, Manuel María Casas y Miguel Peña, quienes deciden arrestar a Miranda al considerarle traidor por capitular ante el jefe realista Domingo Monteverde y planear irse del territorio nacional. Cuando ellos llaman a la puerta del lugar donde dormía, son recibidos por Carlos Soublette, edecán del precursor, quien lo alerta de la presencia de aquellos visitantes. Tras prepararse, Miranda acude a atenderlos y, al reconocer los rostros de los oficiales, Bolívar le informa: Dese preso, General. Al escucharlo y antes de ser apresado por uno de los guardias, Miranda se expresa ante ellos con la frase inicialmente citada.

Aunque no está explícita, hay una razón por la cual Miranda enunció tal afirmación y puede hallarse en las incidencias de la campaña de 1812 donde se trató de salvar a la naciente república. Sin embargo, los esfuerzos fueron en vano, entre otras cosas, gracias a la división de los republicanos, la negativa de sus altos oficiales a seguir las órdenes del Generalísimo, las reservas que los mismos tenían respecto a sus capacidades y los intentos de traición que llegaron a fraguarse en las filas patriotas.

Es decir, Miranda trató de preservar la primera república de la mano de un ejército patriota que más bien parecía una jungla anárquica de tiburones hambrientos que actuaban según su libre albedrío, al tiempo que se desollaban entre sí, trataron de desollar a Miranda y terminaron por entregar la frágil república en manos de los realistas gracias a su incapacidad manifiesta para la guerra.

Ese bochinche en el cual estaba convertida la oficialidad y suboficialidad republicana es el mismo al cual se refiere Miranda en aquella célebre frase y, al hacer dicha exclamación, el precursor definió (quizá sin saberlo) una realidad que ha acompañado a la sociedad venezolana desde aquel entonces, o quizá mucho antes, hasta nuestros días. Los pueblos no muy acostumbrados a la organización están destinados al eterno fracaso por cuanto no asimilarán el espíritu de orden, disciplina y responsabilidad necesarios en toda agrupación de individuos reunida bajo una serie de fines comunes, y Venezuela no es la excepción a la regla.

Por ello el gran problema de Venezuela son sus propios habitantes. Vivimos una situación de caos y anarquía en los primeros años de la guerra de emancipación suramericana, y logramos la independencia política porque los jefes patriotas entendieron el mensaje de unión emanado de Bolívar y sus correligionarios fundadores de la nación. Pero en la época republicana olvidamos dicho mensaje, y la combinación de terror a la autoridad y desprecio a las leyes, aunada a la herencia del absolutismo monárquico transformada en militarismo y personalismo, nos enrumbó al sendero del caudillismo, las revoluciones (léase guerras civiles) y nuestro desmoronamiento como sociedad.

Ahora, cuando parecía que habíamos superado todo aquello, llega el fantasma de la revolución decimonónica, revestido de principios sin asidero y empleando préstamos ideológicos de doctrinas fracasadas y perjudiciales para el progreso (el marxismo, el fascismo y el nazismo). Un fantasma llamado socialismo del siglo XXI que desde hace 15 años ha procurado, no sólo desangrar a una nación que sus predecesores no desangraron por completo, sino también crear conciencia de caos, de desorden y anarquía para finalmente instalar su reinado representado en la hegemonía inicial de un pretorianista retrógrado y, tras su desaparición, en un civil de vacua formación e igual conciencia pretorianista.

Por ello, la histórica frase mirandina nos debe llamar, no sólo a la reflexión, sino a un genuino despertar de conciencia y espíritu nacional. Nuestra situación es la de un incipiente período de anarquía conjugado con una sociedad profundamente envilecida. Cosa que el actual régimen ha allanado para su beneficio (nada como reinar sobre el caos).

Es tiempo de ser proactivos, de defender mediante la palabra, el pensamiento y la acción, nuestra democracia y libertad, de combatir a los tiranos que intentan sojuzgarnos y abolir la tiranía ya desenmascarada para restaurar, parafraseando a Carrera Damas, la república liberal democrática ideada desde 1811 y erigida formalmente desde 1945. Ahora bien, si no reaccionamos y, una vez pasado este doloroso capítulo de nuestra existencia como país, no se reeduca la sociedad en los principios, garantías y valores de una democracia en libertad, estaremos a riesgo de que lo que hoy ocurre se repita en un futuro, y no con la ultraizquierda arcaica, sino con la ultraderecha retrógrada. Y témase que así acontezca al considerar que, a juicio de algunos sociólogos, la gran virtud de los venezolanos es el desorden o, mejor diré, el bochinche.

Édixon Ochoa

 

Luisana Solano Jun 16, 2014 | Actualizado hace 10 años

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El caso de Amado Boudou, vicepresidente de Argentina, ha copado el espacio mediático. Boudou parece involucrado en un caso de corrupción que lo ha llevado a los tribunales en medio de la expectativa general. Es la primera vez que la justicia convoca a un funcionario de su estatura mientras ejerce el cargo. Fue el político escogido por Cristina Kirchner como compañero de fórmula en las elecciones de 2011. Alguien del entorno más encumbrado, pero también un personaje atractivo por su afición al rock y a los espectáculos masivos. De tales ingredientes se deduce lo llamativo del asunto y se augura una tempestad de detalles capaces de engordar el escándalo. No se comenta ahora lo sucedido para echarle más leña a una candela que arde por propia combustión, sino solo para hacer una analogía con la vida venezolana de nuestros días que puede tener utilidad.

Los periodistas han tenido especial responsabilidad en la denuncia y en el seguimiento del probable delito. Junto con un grupo de diputados de la oposición, asomaron las primeras evidencias del curioso trajín del vicepresidente y formaron un expediente que, por el volumen de su contenido y por su pública difusión, llamó la atención de un juez federal y provocó la realización de una audiencia indagatoria sobre cuyos detalles no se ha reservado nada, o casi nada, en los medios radioeléctricos y en la prensa escrita. Los ciudadanos del país, pero también los del extranjero, han conocido los pormenores de una trama que salpica a las altas esferas. El gobierno guarda silencio, como era de esperarse ante la investigación de un individuo cercano a la presidente, pero los voceros de la oposición y los escribidores independientes han dicho sin trabas lo que les ha parecido.

Después de la primera fase de la indagatoria, un par de periodistas entrevistó a Boudou en su despacho para que opinara sobre el asunto. No hicieron una entrevista complaciente, como pudimos ver a través del cable. Llevaban preguntas incómodas y las desembucharon a placer. Ante cada respuesta volvían con nuevas inquietudes, con audaces puyas que debieron hacer roncha en el pellejo del hombre a quien acosaban sin perder la circunspección, no en balde se metían en un asunto espinoso que requería tratamiento comedido. Guardaron las formas ante la segunda figura del Ejecutivo, pero preguntaron lo que debían preguntar porque su trabajo consistía en buscar la parte de la verdad que seguramente saldría de la versión del entrevistado. Antes y después del encuentro de Boudou con esos periodistas, en los programas de opinión y en los periódicos habituales se dijo lo que consideraron adecuado los opinadores, se dio espacio a los comentarios de los espectadores y no se ahorraron referencias a los probables cómplices, gente de poder económico en Buenos Aires y en las provincias, y a la posibilidad de que la presidente y su difunto esposo estuvieran enterados de los turbios manejos que se ventilaban.

¿Existe en Venezuela la posibilidad de que los medios manejen un caso semejante, sin ningún tipo de trabas? ¿Imaginan ustedes la ocasión de presenciar una entrevista con el vicepresidente, o con cualquiera de los ministros, sobre casos de corrupción en los que puedan estar comprometidos? Las entrevistas, aquellas que pueden calificarse de entrevistas llevadas a cabo con responsabilidad y seriedad, se han hecho cada más infrecuentes. Con honrosas excepciones, se han remplazado por sesiones bobaliconas en las cuales no se toca al entrevistado ni con el pétalo de una rosa, en especial si se está frente a los burócratas de la “revolución”. Como los “revolucionarios” no permiten que el sol caliente sus trapitos, los reportajes de investigación sobre la marcha del gobierno se hacen en medio de gigantescas dificultades. Si los periodistas hacen su trabajo, como hoy en Argentina, se busca la manera de asfixiar a los medios a los que están adscritos, a través de presiones groseras o mediante escandalosas operaciones de compra-venta cuyo único objeto es el cercenamiento de la libertad de expresión.

¿Se puede encender aquí la mecha de algo parecido al “Boudougate”? Antes de contestar, conviene indagar sobre las razones de Televen para eliminar el programa de Luis Chataing.

Elías Pino Iturrieta

El Nacional

Luisana Solano Jun 09, 2014 | Actualizado hace 10 años

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Las miradas que se hacen desde la atalaya de la actualidad tienden a ser benévolas, cuando se llevan a cabo desde el espejo retrovisor. Si uno, desde el centro de un desierto inclemente, se detiene a apreciar los pasos trascurridos, más piensa en las penurias que experimenta que en las que lo atormentaron en el principio del camino. El pasado pesa menos, en la medida en que se compara la antigua carga con la roca de la actualidad. O uno siente que pesa menos. Se trata de una fantasía. Comprensible porque duelen más las espinas cercanas que las zarzas antiguas, o porque muchas de las heridas del ayer se curaron y las que importan son las que martirizan ahora. Pero peligrosa, debido a que produce una distorsión capaz de impedir el entendimiento cabal de la peripecia individual y colectiva que se experimenta.

“Éramos felices y no lo sabíamos”, se ha repetido hasta la fatiga en nuestros días. Es la lamentación del bien perdido, la añoranza de unas horas doradas, la memoria de una época mejor que no volverá, o que solo se puede convertir en realidad si se asemeja a los hechos que una sensibilidad maltrecha se empeña en convertir en elementos del paraíso perdido. Estamos frente a un hábito que se explica por los horrores de la “revolución” bolivariana, cada vez más evidentes y cargosos, pero cuyos resultados no resultan constructivos cuando se anhela la alternativa de un destino mejor. Es una reiteración propia de los adultos, de los viejos y de los que vamos para viejos, pero no se confina al círculo de los que están en capacidad de hacer analogías convenientemente torcidas. Se transmite a los jóvenes, que las reciben en el seno de sus familias o a través de lo que escuchan en lugares públicos para asociarse a un juego de fantasmagorías devenidas recuerdo auspicioso. Es una situación comprensible, pues, pero muy perjudicial.

Si todo fue un primor en el pasado, si nuestros abuelos, nuestros padres y muchos de nosotros mismos edificamos y habitamos un pensil, ¿cómo se explican las atrocidades de hoy? ¿Salieron de un infierno desconectado de la historia contemporánea? ¿No tienen relación con las ejecutorias de quienes hoy lloran la felicidad perdida? La magnificación del pasado reciente encuentra buen asidero en la necesidad que tenemos de alejarnos de las responsabilidades, de mirar desde lejos la función como si no tuviéramos vínculos con lo que desfila frente a nuestros ojos o con las vicisitudes que nos llevan por la calle de la amargura. Pero no es así. El chavismo es criatura de nuestras obras como sociedad. No basta con asegurar que uno no votó por el comandante. Hace falta una explicación seria de su presencia y de su permanencia, que no se limite a la observación de su advenimiento como si fuera asunto ajeno; sino, especialmente, de los motivos que lo llevaron al poder, primero, y después a la construcción de una dominación cuya terminación no parece accesible todavía.

El reciente fallecimiento del ex presidente Jaime Lusinchi me ha llevado a escribir la presente columna. Ciertamente hizo muchas cosas dignas de recordación en su carrera política y en el lapso de su mandato, importantes para la convivencia republicana, pero también encabezó un período de declive que no debe pasar inadvertido. La descomposición de la función pública y el deterioro de la figura presidencial fueron entonces evidentes. Los reclamos del civismo carecieron de eco en el palacio manejado en medio de rumores estrambóticos. El desapego de la gente, producido por el correr de historias rocambolescas y por el conocimiento de casos de favoritismo y corruptela, por la disputa entre la querida de turno y la querida del porvenir, causaron mucho daño al proceso democrático que ya venía marcado por los pecados de la víspera. Parecerá descortés e inoportuna una referencia de esta naturaleza cuando el exmandatario acaba de morir, pero para la verdad, o para lo que el escribidor entiende por verdad, cualquier ocasión es buena. Pese a la dureza del desierto que la sociedad recorre en nuestros días, es obligatorio el inventario riguroso de las cosas que nos pasaron entonces, o que dejamos pasar sin imaginar que el futuro sería más ominoso. Con historias candorosas no salimos del atolladero.

Elías Pino Iturrieta

El Nacional