Erick Lezama, autor en Runrun

Erick Lezama

Dos periodistas, un cáncer: del retorno al territorio de la no-enfermedad

Y de pronto nos vemos paladeando un helado de chocolate,

elogiando una salsa, un pan tierno, un pescado. Estamos vivos.

Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre

@ericklezama1

 –Anna Vacarella también tiene cáncer, el mismo que tú.

No recuerdo quién me lo dijo, pero sé que fue la tarde del 31 de julio de 2015. Estaba en el centro médico La Floresta desde el día anterior, cuando me llevaron de emergencia para que me aplicaran el primero de seis ciclos de quimioterapia. A través de una vía que conectaron a mi brazo derecho, los médicos hicieron ingresar un primer coctel de medicamentos a ritmo sostenido. Esa solución transparente me produjo de inmediato sudoración, taquicardia, nauseas, asfixia, dolores fuertes. Y hervía de calor. Entonces tuvieron que reducir la velocidad: pasó una gota, segundos después otra, luego otra. Fueron siete horas que pasaron de gota en gota. Y el día no alcanzó para recibir todo el veneno necesario. Por eso, aquella tarde del 31 de julio continuaba allí. El líquido que ahora entraba por mis venas era rojo escarlata.

–Anna Vacarella también tiene cáncer, el mismo que tú.

La mañana de ese día Anna había publicado en sus redes sociales un comunicado que corrió con la fuerza que corren las malas noticias: “Después de tantos años redactando cuartillas y notas de prensa les confieso que ésta es la más complicada que me ha tocado hacer, porque hoy escribo sobre mí y la verdad nunca he querido ser yo la noticia. Estoy aquejada de salud. Hace pocos días me fue realizada de emergencia una histerectomía y los resultados de las biopsias arrojan que padezco un Linfoma No Hodgkin. Aún debo realizarme otros exámenes, fundamentales para determinar cuál será mi tratamiento (…) Agradezco inmensamente las oraciones y los mensajes de tantas personas solidarias ante mi situación y la que estamos atravesando como familia por esta sorpresa que me da la vida. (…) Decía San Juan de la Cruz: ‘Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es’. Acepto este reto, lo recibo sin reproches de la mano de Dios y la Santísima Virgen, para salir airosa (…)”.

Desde entonces le seguí el paso. Porque como ella, asumí el cáncer sin (tantos) lamentos. Una enfermedad cuyo solo nombre produce un vértigo tan atroz que para muchos es mejor nombrarla con eufemismos. Nuestro diagnóstico fue el mismo: Linfoma No Hodgkin grado IV. Un estadio extremo que no va sucedido por otro.

El 10 de agosto, mientras estaba hospitalizado en el Hospital Clínico Universitario, todavía abatido por lo feroz de mi primer tratamiento, lloré leyendo una de sus publicaciones: “Hoy comienzo mi quimioterapia. (…) Hoy me despojo de mis miedos y enfrento esto que roba mis días y mi salud. Me dicen que se hinchará mi cuerpo y que se caerá mi cabello, tal vez eso me hará más débil. Bendigo este día, a los médicos y a las enfermeras, bendigo los medicamentos y a quienes han posibilitado que yo los reciba. Agradezco al seguro social y en especial al maravilloso personal que labora en la Farmacia de Alto Costo, a donde fui el viernes con mi cavita a buscar las medicinas como una venezolana más con cáncer que quiere recibir tratamiento (…)”.

Estuve pendiente de Anna porque nos deportaron al mismo tiempo a ese rincón que Christopher Hitchens define en Mortalidad como “el país de la enfermedad”. Una habitación a la que nadie te pregunta si quieres entrar. Y de la que para intentar salir tienes que aceptar un pacto cruel. Plantea este autor británico que es como que te dijeran: “Te quedas aquí por un tiempo, pero a cambio vamos a necesitar unas cosas tuyas: tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir, el pelo de tu cabeza”.

Pero son muchos los que te apoyan mientras estás ahí. Y la compañía –dice Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre– apacigua el dolor. Están los que nunca han pisado ese territorio, pero imaginan lo que significa la estadía: te ayudan a encontrar los medicamentos y te escriben mensajes y rezan por ti y te visitan y se ríen contigo y soportan tu mal humor y evitan que los veas llorar. Están los que tuvieron a algún familiar allí, y saben con más certeza de qué va esto, como Mary, Arold y Miguel, cuyas madres tuvieron cáncer de mama. Están los que ya han vuelto a la zona de la no-enfermedad, como Beatriz, mi profesora de inglés que superó un cáncer de cuello uterino, o como Miguelina e Ileana, que tuvieron el mismo que yo, y sin conocerme en persona, me mandaban sus recetas para subir la hemoglobina y el ánimo.

Y están los vecinos. De Yajaira me hice amigo entre las quimioterapias y las salas de espera. A Marisol, que vive a unas cuadras de mi casa, la veía con su peluca tomando sol y hablábamos largo rato y nos reíamos. Sabía quién era Anna porque es una periodista de amplia trayectoria. En una de sus publicaciones le escribí: le dije que era periodista, que padecía lo mismo que ella y no recuerdo qué más. Nunca supe si me respondió y comprendo que no lo haya hecho. Sería un año después cuando nos conoceríamos y entablaríamos una conversación.

 

*

AnnaVacarella4En la casa donde vive Anna Vacarella con su esposo, el periodista Román Losinski, y con las hijas de ambos, Sofía e Isabella, morochas de 5 años; hay un altar, una máquina de escribir, una imagen de María Rosa Mística, muchas fotos familiares, varios osos de peluche, varias maletas. Hay rincones que tienen la estética de un preescolar: decorados morados y rosados, adornos de árboles coloridos, hojas blancas rayadas a creyón.

–Haz las fotos sin que salga este desastre.

Cuando Anna dice “desastre” quizá se refiere a unos zapatos dejados en un rincón, a unos papeles sueltos sobre una mesa, a algunos juguetes regados. Mientras la veo poner todo en su santo lugar, pienso que a veces el desorden se parece más a los rastros de una cotidianidad sin mayores sobresaltos, y menos a las secuelas de una tempestad. Y recuerdo a Albor Rodríguez, quien siguiendo a Philippe Florest, escribe en Duelo: “Entonces, sin que de verdad sepamos por qué –a menos de suponer que exista un punto de vacío más allá del cual las cosas humanas regresan mecánicamente y por sí mismas a su punto de equilibrio– la calma se instala suavemente sobre la tierra de las hambrunas y las masacres: se vuelve a construir, se cultiva, se enderezan las ruinas y para algunos –sólo para algunos– da comienzo la función de una vida grata”.

Detrás del sofá blanco en el que nos sentamos, como parte de una escenografía alegre, unas letras de tonos pasteles escriben en diminutivo los nombres de las pequeñas. Una de las iniciales se extravió.

–¿Dónde está la “eeese” de Sofiiiiii?- lanza la pregunta al aire.

Se escuchan las risas de las niñas a lo lejos.

–Ya va, déjame arreglar un poquito. Esto va aquí. Esto va allá. Voy a poner esta matica tan linda aquí. Listo.

Anna me recibe maquillada, sonriente, con un brazalete de la organización Alert Medic en una de sus muñecas. Es 4 de agosto de 2016, jueves. Después de un año de ausencia, de las quimioterapias y un trasplante de médula realizado en Nueva York, hace un par de semanas volvió a la radio. Por ahora sólo va tres veces a la semana, pero espera que pronto los médicos la autoricen ir todos los días. Cada vez más se ocupa de atender a las morochas como lo hacía antes. “Isa, a ponerse la pijama”, “Sofi, vamos a bañarnos”.

–Volver acá fue maravilloso. Cuando llegué a esta casa, las niñitas se me lanzaron encima. Román, mis cosas…Todavía estoy reencontrándome con mis cosas: ahora abro el closet y veo prendas que ni recordaba que tenía. Es que pasé un año en un mono y una franela. Ese sacudón te evidencia lo efímero que son algunas cosas, objetos que para nada extrañé.

Por estos días ha estado atareada. Esta madrugada tomará un vuelo a Nueva York para realizarse chequeos de rutina. Ha estado planificando el viaje y atendiendo a muchos periodistas que, como yo, han querido hablar con ella. Desde aquel comunicado, su salud se convirtió en un asunto de interés público, y ella ha mantenido al país al tanto. “Sí, seguro, mañana nos vemos. He estado todo el día haciendo fotos y estoy cansada”, me respondió a un mensaje que le envié un día antes, el 3 de agosto, para confirmar nuestro encuentro. Le escribí porque me lo había pedido. “Es que una de las secuelas de estos tratamientos es que ahora todo se me olvida”.

En algún momento caí en cuenta que desde que Anna se convirtió en noticia, mi situación también tomó un matiz más público. O al menos la gente comenzó a entender más rápido de qué se trataba. Más de uno me dijo: “Ah, lo tuyo es lo que tiene Anna Vacarella, la periodista que trabajó en Venevisión”. A diferencia de la leucemia, el linfoma no es una enfermedad de la sangre de la que todo el mundo haya escuchado algo. Mis familiares y amigos, cuando los médicos asomaron la sospecha del diagnóstico, no se inmutaron sino hasta que los médicos explicaron, con esa jerga enrevesada, que era una reproducción maligna de las células linfáticas y que era necesario quimioterapia.

No es un cáncer como los de próstata, pulmón, estómago, colon, mama o cuello uterino, los más frecuentes en el país, de acuerdo con las estadísticas más recientes del Registro Central del Cáncer, que datan de 2012. Ese año hubo en Venezuela 42 mil nuevos diagnósticos, de los cuales poco más de mil (2.38%) fueron linfomas. Y de las 22 mil 815 muertes oncológicas que hubo entonces, 571 (2,5%) obedecieron a esta neoplasia. Quizá por eso se conoce muy poco de esa patología. Y eso que también ha afectado a otras figuras públicas, como el beisbolista Andrés Galarraga en 1999 y la actriz Daniela Bascopé en 2007.

–La gente no conoce mucho de los linfomas, pero tampoco la ciencia sabe tanto. De hecho, tengo entendido que hay mayor cantidad de estudios en leucemia que en linfoma. No pensé mucho para hacerlo público, después fue que me puse a pensar en los riesgos de divulgar algo tan privado. Pero fue positivo: las publicaciones que hacía en Instagram cuando más me sentía triste, decaída y angustiada me resultaban sanadoras, recibía un ánimo maravilloso, un baño de fortaleza. Por el interés inusitado de la gente esto se convirtió en algo que ayudó a muchos. Muchos de los que tenían la enfermedad se sintieron comprendidos. Pero mis mensajes primordiales eran para las personas sanas, para que entendieran que el gran tesoro de la vida es la salud. A veces nos ponemos a buscar la felicidad en tantas otras cosas y es cuando pierdes la salud que te das cuenta que lo tenías todo y no lo sabías. Entonces terminó siendo un círculo auspicioso de inspiración, apoyo y fe, que yo recibía y además daba. La verdad nunca pretendí convertirme en eso. La buena evolución de todo, gracias a Dios y a la Virgen, me ha ido llevando hacia allá.

*

Han pasado varios meses desde que Anna y yo entramos en la fase de remisión. Eso quiere decir que no hay indicios de que el cáncer esté activo. Que estamos regresando al país de la no-enfermedad. En esta etapa, los médicos de Anna consideraron importante que le practicaran el trasplante de médula ósea que finalmente se hizo en febrero en Nueva York. Ése no fue mi caso, pero sí el de algunos amigos que, aterrados, están por dar el paso.

–Fue un paso difícil. Pero era necesario y no gasté energía en lamentarme. Lo vi como la opción que presenta la ciencia, y gloria a Dios que existe. No es una cosa muy invasiva. Te conectan por cinco horas en una máquina. Por un brazo te sale la sangre que va a una máquina que extrae las células madre; y por el otro ingresa al cuerpo nuevamente la sangre. Después viene una quimioterapia muy fuerte que te lleva las defensas a cero, y entonces te inyectan esas células madre, que durante 15 días comienzan a reproducirse.

Anna vacarella 2La remisión también implica estar bajo vigilancia médica periódica para verificar que todo vaya bien. O para detectar una recaída –“ésa siempre es una posibilidad durante estos primeros años”, me dijo mi doctora viéndome fijamente a los ojos– o un nuevo cáncer; porque las quimioterapias, vaya paradoja de la ciencia, pueden causar nuevas neoplasias.

Por eso, en la salida de ese territorio, el miedo sigue allí como una sombra oscura que te arropa, como un fantasma que a veces ves, a veces no ves. Porque el retorno va acompañado de recuerdos. Y a veces los recuerdos –dice Albor Rodríguez en Duelo– parecieran tener vida propia y no necesitan una llama que los encienda. Recuerdos que me esfuerzo por ignorar, y casi siempre lo logro. El dolor que produjo el absceso que me rozó el pulmón. La angustia por no conseguir el tratamiento costosísimo de la hepatitis C, la otra enfermedad que me diagnosticaron junto al cáncer. Consultorios. Salas de espera. Agujas. Olores. Sabores.

Anna, antes de decirme cómo maneja ella, me pregunta desde cuándo estoy en remisión.

–Desde febrero

–¿Y cuántas quimios recibiste?

–Seis ciclos

–¿Cuándo fue el último?

–En diciembre

– ¿Bajaste mucho de peso?

–Más de 15 kilos.

–Yo entré en remisión en octubre –me dice–. Estoy cantando victoria pero sacando la banderita de a poquito. Sigo en el hombrillo o estoy metiéndome al canal lento. Mi miedo está ahí: le hago jugadas, me le escondo, pero me acuesto todas las noches con él en la almohada. Esas pichurras que ves corriendo por ahí me ayudan mucho con las cosas cotidianas: comienzan “mamá, Isabela me pegó”; “mamá, Sofía me haló el pelo”; y las llevo a la piscina, al ballet. Así se me pasa el tiempo. Pero a veces no puedo más, y me echo a llorar. Lloro, lloro, lloro, lloro profundamente. Luego me levanto. Es que con esto uno se siente muy vulnerable. Tengo apoyo psicológico y eso ha sido fundamental. Uno se victimiza, porque en efecto eres víctima. Uno se pregunta: “¿Por qué a mí?”. Y te ves, y ves la vida de los demás tan normal, y ves tu pelo, ves que no te has hecho las uñas en un año. Tonterías. Tonterías con las que, si quieres, te pueden enganchar y sentirte infeliz con el mundo entero. ¿El miedo? El miedo está ahí, ahorita con mucha fuerza, porque iré a Nueva York, donde recibí tanta violencia. No es un asunto menor. El doctor me ha dicho que todavía tengo estrés postraumático. Ya sé que al llegar allá me meterán en la máquina esa de la tomografía. ¡Hay que ser muy valiente para meterse ahí! Es uno de los peores momentos. ¿Cómo vivo el miedo? Viviéndolo, viviéndolo. Tratando de ganarle. Hay que esconderse bien para que no te alcance.

(A lo lejos se escuchan las niñas: juegan, se ríen)

–Todo esto es muy violento. Después del diagnóstico, los médicos deben actuar de manera violenta, rápida; la enfermedad en sí misma es agresiva. Si a una persona le ha dado le ha dado zika, esto es como 10% de todo lo que uno siente en esos días. Hasta del rol de madre me despojaron, durante tres meses y medio no pude ver a mis hijas. Cuando estaba en Nueva York, a veces ni por Skype nos podíamos comunicar porque no había wifi. Solíamos hablar durante el almuerzo, pero a veces me sentía demasiado mal y le decía a Román: “Hoy no Román, hoy no”. No quería que me vieran mal…

(Se vuelven a escuchar las carcajadas de las niñas)

–…Era duro no saber si ellas iban a estar tristes, traumadas. Fue un momento para la lucha. No –se corrige–, no me gusta decir lucha…

(Susan Sontag, en La enfermedad y sus metáforas, insiste en que mientras la descripción y el tratamiento del cáncer estén acompañados de tanta hipérbole de corte militar, la metáfora parecerá singularmente inepta a todo amante de la paz. Y Christopher Hitchens coincide: “Cuando te sientas en una habitación y personas amables te traen una bolsa de veneno y la enchufan en tu brazo, y lees o no un libro mientras el saco de veneno se vacía gradualmente en tu cuerpo, la imagen del soldado es la última que se te ocurre. Te sientes inundado de pasividad e incapacidad: te disuelves en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua).

–… no me gusta decir lucha. Digamos, mejor, que era momento para subir una montaña muy alta, y ahora vamos de bajadita, en el nombre de Dios. Porque la fe es un recurso maravilloso al cual me aferré y me aferro. La fe como consuelo. La fe que le da un sentido al sufrimiento físico y espiritual, como la posibilidad de ofrecer todo eso por algunas intenciones. Mi trasplante coincidió con Semana Santa. Yo rezaba, me veía acompañando a Jesús por el calvario.

Mientras la escucho, me viene a la mente una reflexión del Papa Francisco que he releído varias veces en Conversaciones con Jorge Bergoglio. “El dolor no es una virtud en sí mismo, pero sí puede ser virtuoso el modo en que se lo asume. Nuestra vocación es la plenitud y la felicidad y, en esa búsqueda, el dolor es un límite. Por eso, el sentido del dolor, uno lo entiende en plenitud a través del dolor de Dios hecho Cristo”. Y le pregunto si efectivamente ése es el sentido que le ha encontrado a todo esto.

–Algún día voy a encontrar ese para qué. Estoy en esa búsqueda, sé que hay una misión por descubrir. Pero como tú sabes, porque lo viviste, esto no es como una hepatitis de la que uno se cura y ya. Esto es una cosa que requiere de tiempo. Tiempo para saber que la mayor amenaza pasó, que queda una amenaza mediana. Nuestra vida ahora es distinta. Es poco a poco que esto comienza a quedar atrás. Porque aún no está.

*

–La situación es delicada, difícil, sobre todo muy injusta. La enfermedad es demasiado, como para tener que, además, lidiar con la escasez de medicinas. Con que te entreguen unos medicamentos que nadie sabe de dónde vienen, y los doctores no se atreven a usar porque no conocen el proceso sanitario. Es muy duro, muy duro. Le pido a Dios que esto se resuelva. Que las autoridades entiendan que no es que son unos dólares para el imperio, sino que hay empresas que producen esas medicinas. Pienso en tantos niños, en tantas personas…Creo que sería incapaz de volver a Los Ruices, donde recibíamos los medicamentos para las quimioterapias. Me da mucho miedo. Esa amenaza del retorno está ahí, es como muy cercana, muy cruda.

AnnaVacarella3

*

Para mí, perder el pelo no fue un asunto importante. Más bien preferí que me raparan apenas llegué a casa después 15 días hospitalizado por los efectos de la primera quimioterapia, para que no continuaran cayendo mechones en la comida o en la almohada. En el proceso se me cayó y me creció tres veces.

Pero comprendí que para una mujer despojarse de su cabello también es demasiado. Es como mutilar su identidad, su feminidad. Una vez, mi doctora, acostumbrada a tratar con mujeres con cáncer, me dijo: “No me imagino lo difícil que debe ser eso, no me lo imagino”. Para Anna lo fue.

–Pararme de la silla y dejar el cabello era la mayor evidencia de la violencia…era muy difícil… El cabello, las cejas. Nadie piensa que eso le va a pasar, piensas que te pueden quitar el celular en una esquina, ¿pero esto? Esto jamás.

A ambos ya nos ha crecido. Pero –como con el cáncer todo cambia– ha reaparecido diferente: la quimioterapia estiró mis ondas y enruló su pelo lacio. Anna está feliz. Hace unos días escribió en Instagram: “Fascinada, por fin crece renacido y lleno de unas curvas sorpresivas que hablan de lo revuelto que estuvo todo. Prometo, por ahora no doblegarte con los parámetros estéticos que usualmente manejamos las mujeres. Me hace feliz llevarte así. Por fin estás de vuelta. Te extrañé cada minuto de los diez meses que no te tuve”.

–Seguro te decían que te veías muy bien.

–Sí, bueno… jaja. No, por ejemplo, si me tomaba una foto ni me preocupaba por verla para publicar la más bonita. Me preguntaba para qué. Era como abandonar la feminidad, la coquetería, porque no era momento de eso, y eso también es muy duro. Entender que no es momento de secarme el pelo, de pintarme las uñas, de hacerme los pies. De cosas para las que siempre hay tiempo. Era momento de enfrentarme al dolor, a la incertidumbre

–A pesar de todo lo que hemos dicho, si bien hay oscuridad en todo esto, no es menos cierto que hay momentos de mucha luz.

–Sí, hay una frase que dice que en la vida cuando pierdes el cielo ganas las estrellas. Yo gané muchas estrellas en esto. Es lo que dices: aprender a ver los colores en medio de la oscuridad. El 4 de enero entré al Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, y aquí en diciembre habíamos hecho nuestra celebración, nuestro Niño Jesús, con la sencillez de nuestra familia, con optimismo y alegría.

–Y estoy seguro de que fue una navidad distinta.

Totalmente. Yo cumplo años en agosto, el 31. El año pasado, para la fecha, ya todo había comenzado. Recuerdo clarito que fue un cumpleaños feliz. La pasé aquí, llenaron esta casa de globos y de serpentinas, y tenía una torta. Gracias a esa sabiduría que se desarrolla de manera automática que te hacen vivir un día a la vez. Sin un regalo, pero con el regalo…

–…de la vida

–Sí, pero era una vida que estaba flaqueando. Tenía el apoyo de mis hijas, la esperanza de que todo pasaría. Y sí, lo más importante de esta conversación es eso: la ganancia de esas estrellas que están ahí y quiero que me iluminen siempre. ¡Vamos pa’ lante como el elefante!