Carlos Alberto Montaner, autor en Runrun

Carlos Alberto Montaner

Queridos lectores, esta es mi última columna
Al final de mis memorias, Sin ir más lejos, publicadas por Silvia Matute en Debate, cité al filósofo Julián Marías por su humilde frase. Hoy lo vuelvo a hacer: “Hice lo que pude”

 

@CarlosAMontaner

Me jubilo sin júbilo alguno. Me retiro del “columnismo”. Mis columnas, durante años, las distribuyó mi colaboradora más estrecha, Lucía Guerra. He cumplido 80 años. Padezco de Parálisis Supranuclear Progresiva (PSP). El nombre lo dice todo. Es una enfermedad rara del cerebro. Me la diagnosticaron en el hospital Gregorio Marañón —uno de los mejores de España— tras una resonancia magnética. Tres personas por cada 100.000 la padecen. No es contagiosa, ni heredada. No hay cura para ella. No se sabe cómo comienza ni por qué se origina. Es de la familia del “parkinsonismo”, pero sin temblores. De ahí la confusión en el diagnóstico. Se caracteriza por impedirme conversar bien y leer, más allá de los titulares (Linda, mi mujer, y nuestra hija, Gina, me leen los diarios), no así escribir todo lo “bien” que me ha permitido llevar más de medio siglo escribiendo —entre otras cosas— una columna “sindicada” a la semana. He escrito miles de columnas y debo a mis artículos todo lo que he hecho posteriormente.

Este PSP que ahora me afecta se caracteriza (como el otro, el de los comunistas cubanos) por el “habla lenta o arrastrada” que hizo que dejara los comentarios en CNN en Español (donde tanto compartí con Andrés Oppenheimer, Camilo Egaña y otros notables periodistas), pese a los esfuerzos por retenerme que hizo mi amiga Cynthia Hudson, presidenta de la cadena.

O en veinte estaciones de radio, comenzando por El zol de la mañana, bajo la dirección del matrimonio dominicano Espaillat, Montse y Antonio, siguiendo con La hora de la verdad en RCN de Bogotá, en un espacio dirigido por Fernando Londoño, hasta la modestísima emisora por Internet que orienta Orlando Gutiérrez hacia Cuba, y tiene uno de sus más sólidos baluartes en Julio Estorino. Además, durante años mis comentarios llegaron a Cuba por medio de Radio Martí. Gracias por tolerarme en sus filas. Al periodista cubano Carlos Castañeda lo vi llegar a Puerto Rico a finales de los sesenta con un trabajo que a mí me parecía muy difícil: levantar El Día de Ponce hasta que compitiera con El Mundo de San Juan.

Si yo hubiera sabido los planes de Carlos con cierta antelación me habría quedado a librar esa batalla, pero ya tenía hasta los boletos para España. Había sido aceptado en la Universidad Complutense de Madrid para hacer el doctorado. Mi familia y yo nos embarcábamos en una nueva aventura europea. Era el primer semestre de 1970. Castañeda mudó El Día para San Juan, le cambió el nombre, le llamó El Nuevo Día e hizo un tabloide con grandes titulares, fotos ad hoc y grandes caricaturas. Pronto se quedó solo en el terreno. El Mundo cerró.

De aquel lance antes de instalarme en Madrid guardo un consejo que fue muy importante en mi vida profesional: “Busca en New York a Joaquín Maurín —me dijo Castañeda—. Es un exiliado español. Dile que tú quieres escribir columnas para su agencia ALA (American Literary Agency). Ahí están los mejores de la lengua, entre otros, Germán Arciniegas y Pablo Neruda”. Lo hice. Maurín me pidió una muestra. Se la di. Cuando la encontré reproducida en 156 diarios me juré cuidar mis columnas. Y así he hecho desde entonces. Joaquín Blaya me llamó a Madrid. Era un chileno, presidente de Univisión. Luego lo sería de Telemundo. Me pidió un comentario a la semana y dejó que yo escogiera el tema. Sería, claro, de actualidad. La promesa de Maurín se había cumplido. ALA le daba difusión a mis ideas y estas me abrían otros campos como la TV, mucho mejor pagados que la prensa plana. Pero Blaya demostró que era un ejecutivo de altísima calidad, en una oportunidad en que me dieron un minuto para explicar una hipótesis de un cura antropólogo, profesor de una universidad de NY, sobre el programa del welfare, diseñado fundamentalmente por hombres, y su impacto en mujeres de bajos recursos.

El canal 41 de NY vio la rentabilidad política, o actuó por temor, bajo la indicación de la gerencia. Lo cierto es que Al Sharpton, ministro baptista, fue a pedir mi cabeza al canal, sin haber oído mi comentario en español, y Blaya me defendió con total firmeza. Cuando The Miami Herald parió un pliego en español creyeron que sería un fenómeno pasajero. Pero luego comprobaron que aumentaba el perímetro del castellano. Como el mundillo de los editores de diarios es muy reducido, se hablaba con mucho respeto de Carlos Castañeda y de la hazaña que había realizado en Puerto Rico. Lo llamaron y de ahí nació el Nuevo Herald en la primera parte de los ochenta. Allí comparecieron Roberto Suárez, Gustavo Pupo Mayo, Sam Verdeja, Armando González, Roberto Fabricio y el gran Carlos Verdecia, exdirector de El Nuevo Herald. Creo que fue Pupo Mayo. Me ofrecieron la dirección de el Nuevo. No la acepté. No quería desplazarme de España. Me ofrecieron dirigir la página de “Opiniones”. Puse dos condiciones para que no aceptaran: solo estaría presente la primera semana del mes. Las otras tres las pasaría en España. (A fin de cuentas, inauguré el trabajo a distancia que se popularizó durante la pandemia). La segunda condición era que fueran mis adjuntos Araceli Perdomo, de cuya integridad se contaban cosas muy positivas en la redacción, y Andrés Hernández Alende, para no cometer errores ni injusticias. Al extremo que, andando el tiempo, tras mi renuncia, Araceli y Andrés me sustituyeron en el cargo. A lo largo del tiempo El Nuevo Herald ha sido mi casa. He tenido la oportunidad de escribir en los mejores periódicos de América Latina, de España y de USA.

En los últimos tiempos mi columna semanal ha aparecido en El Libero, el mejor periódico digital de Chile, y en El Independiente, un excelente diario digital que sacan Casimiro García-Abadillo, Victoria Priego (dos grandes veteranos del periodismo español) y —en la parte internacional— Ana Alonso. Esos dos diarios completan el cuadro del ámbito de la lengua en el que he tenido el privilegio de dar la batalla de y por la libertad. Al final de mis memorias, Sin ir más lejos, publicadas por Silvia Matute en Debate, editora también de Penguin-Random House, en español, cité al filósofo Julián Marías por su humilde frase. Hoy lo vuelvo a hacer: “Hice lo que pude”.

Artículo publicado originalmente en El Nuevo Herald | 5 de mayo de 2023

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

Venezuela, Bolton y las elecciones norteamericanas de 2020, por Carlos Alberto Montaner

LA POLÍTICA EXTERIOR NORTEAMERICANA anda patas arriba. Padece un problema de identidad zoológica. No se sabe si el presidente es una oveja o un lobo, una paloma o un halcón. Al margen de sus rifirrafes con el FBI y su encontronazo con los jueces, Donald Trump ya lleva tres asesores del Consejo Nacional de Seguridad, y con el último, con John Bolton, la situación terminó muy mal.

Anda a las greñas con los chinos comunistas, pero por las malas razones. No por las violaciones de los derechos humanos o el maltrato a hongkoneses o taiwaneses, sino porque venden productos y servicios muy baratos y compran papeles de la deuda americana. Como Trump no ha leído a Milton Friedman, no entiende las infinitas ventajas de tener un gigante industrial y comercial como China al objetivo servicio económico de su país.

A veces parece que oye los consejos de Marco Rubio, especialmente en las cuestiones venezolanas y cubanas, en las que el senador por Florida es un verdadero experto, pero en otras resulta que está bajo la influencia aislacionista del senador Rand Paul, un convencido pacifista persuadido de que Estados Unidos no tiene responsabilidades morales especiales. (Algo que sostenían los neocons transidos de idealismo a lo Reagan, o los demócratas aún bajo el ejemplo de Roosevelt, Truman y Kennedy).

Dick Morris, un estratega político muy cercano a Trump y muy alejado de los Clinton, sostiene una hipótesis electoral para explicar esa posición ambigua y la salida de John Bolton del entorno de la Casa Blanca.

Trump, Morris supone, intenta remontar el consistente nivel de rechazo de la sociedad norteamericana. Mes tras mes suele estar más cerca del 40% de aprobación que del 50%, según las encuestas más solventes. Trump anda a la búsqueda de éxitos fáciles retratándose con talibanes y ayatolás que transmitan la imagen de una persona que intenta salir del embrollo del Medio Oriente.

Puede ser. Trump surgió como un fenómeno mediático y debe ser proclive a esos argumentos. Quien practica incesantemente el Twitter debe creer también en las virtudes teologales de InstagramTrump nunca fue acusado de tener una posición principista o de atarse hasta la muerte a los valores, como proponía Kant. Trump lo mismo se ufanaba de agarrar a las señoras por la entrepierna que rompía con el señor Jeffrey Epstein cuando dejaba de ser una relación conveniente. (Epstein fue el financiero libertino, suicidado recientemente en una cárcel de-no-tan-máxima seguridad).

No obstante, si Donald Trump desea ganar las elecciones de noviembre de 2020 con un gran triunfo en política exterior, el señor John Bolton le dejó el camino trillado. El miércoles 11 de septiembre, mientras Bolton era políticamente decapitado, se aprobaba en el seno de la OEA la activación del Tratado de Asistencia Recíproca (TIAR) contra la Venezuela de Nicolás Maduro. La moción, incitada por el presidente interino Juan Guaidó, fue apoyada por una mayoría encabezada por Colombia, Brasil y Estados Unidos.

Hay que salir de esos narcoterroristas para proteger a Estados Unidos del tráfico de drogas y de las redes islamistas regentadas por el abominable fanático Tareck el Aissami, vicepresidente de Venezuela designado por Nicolás Maduro. Y se puede solucionar sin la necesidad de desembarcar tropas en ese avispero. Esas, junto con los demócratas venezolanos, las pondrían Brasil, Colombia y otros países latinoamericanos de los que han firmado el TIAR. Todo lo que tendrían que hacer los estadounidenses es barrer con un ataque aéreo fulminante el aparato militar venezolano.

La matemática electoral es clarísima y funciona como un silogismo. Sin el voto de Florida es muy difícil ganar las elecciones generales de 2020. Sin el voto hispano es muy difícil ganar la Florida. Y sin una Venezuela liberada es muy difícil ganar el voto hispano. Ergo, ya sabe Donald Trump lo que debe hacer para intentar ganar las elecciones generales.

 

@CarlosAMontaner

Un perro rabioso siempre dispuesto a morder, por Carlos Alberto Montaner

INCREÍBLE. ANNA FRANK ES UNA VENERABLE anciana de 90 años. Se quedó congelada en la imagen de una risueña muchacha sensible y buena que descubría el amor y la sexualidad en plena adolescencia como consigna en su Diario. Los nazis la asesinaron en febrero o marzo de 1945, poco antes del fin de la guerra. Había nacido en junio de 1929.

Por eso me llamó la atención una fundación denominada Espacio Anna Frank, en esta ocasión dirigida por su vicepresidente, la arquitecta Ilana Beker. Está compuesta, esencialmente, por judíos venezolanos. Si magnífica es la inmigración masiva de ese pueblo para las sociedades que lo acogen, es aún más notable cuando se trata de judíos. Suelen tener una magnífica preparación académica y un profundo sentido de la responsabilidad social. El objetivo de esta fundación, en esencia, es luchar contra los prejuicios y que logremos convivir armónicamente con personas diferentes. 

Dentro de ese espíritu trajeron a Miami Beach, al teatro Colony, el monólogo del italiano Primo Levi titulado Si esto es un hombre, publicado en 1947. Son sus memorias del campo de concentración de Auschwitz. Junto a Levi, acarrearon como animales a ese horrible matadero a 650 judíos italianos. Solo sobrevivieron 20. Cuatro décadas más tarde, en 1987, acosado por la depresión, Levi se suicidó lanzándose al pavimento desde un tercer piso. Elie Wiesel, cuando lo supo, escribió: “Primo Levi murió en Auschwitz cuarenta años después”.

El actor Javier Vidal logra un parecido tremendo con Primo Levi y recurre a un excelente “truco”: recita el texto admirablemente con el acento y la cadencia de un italiano que habla español. Durante hora y media es muy sencillo creer que el propio Levi nos transmite sus experiencias. Su mujer, Julie Restifo, dirige la obra con una envidiable economía de medios. Unas cuantas sillas en el escenario y la proyección de algunos dibujos e imágenes ambientan el horror con toda claridad.

Casi al final de la obra, Primo Levi advierte que lo que ellos están padeciendo se puede reproducir en el futuro. Y así es. Uno de los rasgos constantes de la civilización occidental es el antisemitismo. Hitler y los nazis no inventaron nada. Se limitaron a recoger una sanguinaria tradición iniciada por los egipcios, griegos y romanos, pero aumentada por el cristianismo primitivo medieval, que ha ido modificándose con cada generación y adaptándose a todas las etapas de la historia.

Hitler les atribuía a los judíos la derrota alemana durante la Primera Guerra Mundial, pese a la participación heroica de muchos judíos en el bando alemán y austriaco, y suponía que extirpando a esa “raza maldita” de la faz de la tierra todos los problemas de Europa desaparecerían súbitamente. Por supuesto que se trataba de una injusta imbecilidad, pero el terreno había sido abonado durante siglos de atropellos contra los judíos.

Es verdad que el papado romano ha pedido perdón por sus criminales excesos, pero los prejuicios antisemitas continúan vivos en nuestra cultura. Recuerdo una reunión de la Internacional Liberal en Finlandia, en la que me pidieron que me sentara junto a un enigmático político ruso, Vladimir Zhirinovsky, que había creado un supuesto Partido Liberal y quería afiliarse a nuestra familia política.

Bastó con que le preguntara “cómo están las cosas en la Rusia de Boris Yeltsin” para que aflorara el antisemitismo. “Imagínese –me dijo– los judíos se están quedando con todo”. Me criticó el “cosmopolitismo” de esa etnia y hasta mencionó “la conspiración de los médicos judíos” denunciada, perseguida y exterminada por Stalin a fines de los años cuarenta. 

Todo seguía igual en la mentalidad rusa, como en la época de los zares, cuando la policía política, la temible Ojrana, fabricó Los protocolos de los sabios de Sión, como si existiese una conjura judeo-masónica para apoderarse del planeta. Por supuesto que el antisemitismo no ha mermado. Ha mutado y se presenta como antisionismo, pero es el mismo perro con diferente collar. Un perro rabioso siempre dispuesto a morder. 

 

@CarlosAMontaner

El Nacional 

El poder político jamás se entrega por las buenas, muchacho. Por Carlos Alberto Montaner

JOSÉ GUERRA Y TOMÁS GUANIPA han sido inhabilitados como parlamentarios. Guerra es un eminente economista. Fue una decisión del Tribunal Supremo de (In)Justicia que preside Maikel Moreno en Venezuela. Moreno, antes de hacerse abogado era policía de la Disip y fue guardaespaldas del presidente Carlos Andrés Pérez. 

El plan de Maduro es bastante obvio y fue perfilado por sus asesores cubanos en diciembre de 2015 cuando la oposición obtuvo dos tercios de los diputados, porcentaje que le permitía cambiar a los magistrados venales al servicio del oficialismo. 

Maduro, a partir de 2016, asustado, decidió gobernar por medio del obediente Poder Judicial y, en consecuencia, eliminó a tres diputados indígenas de la Amazonía mediante un pretexto baladí. Esos tres diputados hacían la mayoría calificada que la oposición necesitaba para adecentar el Poder Judicial. No pudieron o quisieron sostenerlos. El TSJ declaró en desacato a la Asamblea Nacional hasta que cedió y los diputados admitieron la primera poda.

En el verano de 2017 Maduro, siempre bajo instrucciones de los cubanos, creó otro cuerpo deliberativo llamado la asamblea nacional constituyente. El objeto era promulgar una nueva Constitución sin recovecos liberales. A principios de 2018 los chavistas se retiraron de la Asamblea Nacional con el pretexto de una violación del reglamento. Siguió, entonces, el desafuero de los diputados demócratas. Había comenzado cuando eliminaron a los tres diputados de marras. Ya son una veintena. Cuando haya menos parlamentarios demócratas que chavistas, Maduro probablemente hará regresar a sus huestes a la AN con el objeto de maniatarla, callarla o disolverla definitivamente. 

A partir de ese punto gobernará con una nueva Constitución calcada del modelo cubano, que a su vez sigue de cerca la que Stalin hizo promulgar en 1935. Allí se dirá, como en la carta magna de la isla, que cualquier regla o legislación estará subordinada al modelo “socialista” y a las autoridades del Partido Socialista Unido de Venezuela. 

Cuba confía en que, con el tiempo, cambiará el panorama internacional adverso que hoy predomina, y Venezuela, como le sucedió a la isla, deje de ser una anomalía y todos se acostumbren a la presencia de un narcoestado corrupto del que haya escapado 20% o 25% de la población. Ya lo ha hecho 15%.

La oposición, hoy mayoritariamente dirigida por Guaidó, aunque cuenta con 85% de apoyo popular, tiene poco margen de maniobra. De nada le vale pedir una intervención militar o humanitaria si previamente no está pactada. Su mejor baza es pedirle ayuda a Estados Unidos –como sugiere el experto nicaragüense Humberto Belli– para iniciar la lucha armada con el concurso de los más de mil militares exiliados en Colombia. Al fin y al cabo, Venezuela cuenta con tres importantes fronteras terrestres: Colombia, Brasil y Guyana, y una frontera marítima asomada al Caribe en la que hay islas holandesas y británicas. 

Ante la negativa de Maduro a someterse a unas elecciones realmente libres y transparentes, el presidente Guaidó, invocando el artículo 350 de la Constitución vigente, puede reclamar el derecho a la beligerancia y terminar con la fantasía de unas elecciones libres y transparentes. Y si Washington fue capaz de crearle a Guaidó el respaldo diplomático de casi sesenta países, muy bien puede darle el espaldarazo para que los propios venezolanos conquisten con las armas el destino democrático y libre que les niegan La Habana y Maduro.

En todo caso, es suicida que los latinoamericanos se crucen de brazos ante la inmensa tragedia de los venezolanos. Ya han escapado del país más de 4 millones de personas y es muy posible que se desate una hambruna que mate a otros tantos. Maduro y sus cómplices no van a entregar la autoridad solo porque la sociedad lo demande. Fidel se lo dijo a Chávez repetidas veces: “El poder político jamás se entrega por las buenas, muchacho”. Hay que conquistarlo a cañonazos. 

El último libro de CAM es una revisión de Las raíces torcidas de América Latina, publicada por Planeta y accesible en papel o digital por Amazon.

 

@CarlosAMontaner

El Nacional 

La decadencia del proyecto imperial de Estados Unidos, por Carlos Alberto Montaner

¿ESTAMOS MÁS CERCA DE LA OTRA GUERRA? No lo sé, pero si viene será mucho más peligrosa porque la bomba atómica se ha escapado de la polvorienta lámpara maravillosa y está al alcance de cualquiera que sepa frotarla y tenga recursos para ello.

Se trataba de evitar las guerras. Woodrow Wilson había fracasado en su intento de que la Primera (1914-1918) le pusiera fin a todas las grandes guerras, pero la Casa Blanca no dejaría pasar esta nueva oportunidad. Estaba en el espíritu de Franklin D. Roosevelt y de Harry Truman durante la Segunda Guerra mundial. Estados Unidos debía encabezar el esfuerzo descomunal de dirigir al “mundo libre”, para impedir las grandes conflagraciones entre potencias. Eso, exactamente, es lo que está en crisis.

Entonces se trataba de construir un imperio basado en la ideología de la democracia liberal (instituciones democráticas más mercado y propiedad privada) y no, como se había hecho hasta ese momento, agregando territorios conquistados por la fuerza a un centro distante y distinto como Londres, Moscú, Viena, Estambul, Madrid o Lisboa.

Para esos fines fue convocada la reunión de Breton Woods en 1944. Era vital dotar al planeta de un sistema financiero que le permitiera afrontar el posnazismo. Los alemanes estaban prácticamente derrotados y no había tiempo que perder. Tras la muerte de Roosevelt, su vicepresidente Harry Truman tomó el bastón de mando y creó el mecanismo de defensa para enfrentarse al espasmo imperial soviético. En la segunda parte de la década de los cuarenta originó todas las instituciones que libraron exitosamente la guerra fría: el Plan Marshall, la OTAN, la CIA, la OEA, el TIAR y un corto etcétera.

Ninguno de los dos contaba con la terca persistencia del nacionalismo. Un nacionalismo que resurgiría en todas partes, incluido Estados Unidos, impulsado por las migraciones de personas parcialmente diferentes a la corriente central que perfilaba a las naciones de acogida.      

El Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels comenzaba con una frase muy periodística: “Un fantasma recorre a Europa. El fantasma del comunismo”. Lo publicaron un mes antes de la revolución de 1848, pero entonces pasó inadvertido. No hubo ninguna relación entre la aparición de ese texto y las revueltas europeas. Si en vez de la palabra “comunismo” los autores hubiera escrito “nacionalismo” tal vez hubiesen acertado.

Los europeos continúan dispuestos a morir o matar por sus naciones respectivas, pero no por la Unión Europea. La persistencia de este fenómeno es muy peligrosa. Lo vi muy claro tras leer una inteligente observación del argentino Mariano Grondona. Decía, más o menos, porque cito de memoria: “Muchos argentinos están dispuestos a morir por su patria, pero no conozco a ninguno que esté dispuesto a morir por el Mercosur”. Dentro de la Unión Europea sucede lo mismo.

En las últimas elecciones al Parlamento Europeo fue bastante obvio que continúa la degradación del propósito que animó a ese tinglado: unir a los pueblos europeos a partir de ideologías democráticas y no de naciones, razas o idiomas. En ese gran cuerpo legislativo existe, y todavía domina, el centroderecha o Partido Popular Europeo. Le siguen, por número de diputados, los socialistas, los liberales, los verdes y, por último, los comunistas, que no son exactamente demócratas, porque el marxismo-leninismo no lo es y se burla de esas “zarandajas pequeñoburguesas”, pero coyunturalmente se comportan como tales.

El británico Nigel Farage, el italiano Matteo Salvini, la francesa Marine Le Pen, el húngaro Viktor Orban, el español Santiago Abascal, y el asesor de todos, directamente o in pectore, el estadounidense Steve Banon, quien estuviera muy cerca de Donald Trump, están de plácemes. La tendencia aumentó notablemente en el Parlamento Europeo. A mi, en cambio, me parece un síntoma de la agonía de la hegemonía americana y el fin gradual del mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Entramos en una etapa mucho más peligrosa. Frente a la URSS todo era más claro, más fácil, probablemente mejor.  

 

@CarlosAMontaner

Trump entre la guerra y las sanciones, por Carlos Alberto Montaner

EL ÚNICO GOBERNANTE LATINOAMERICANO que ha tenido éxito con la estrategia del “bluff” fue Ike Eisenhower (1953-1961) y se llevó el secreto a la tumba. Era el general que había organizado el mayor desembarco anfibio de la historia y había autorizado el bombardeo atómico de Japón. No creerle era una forma evidente de irresponsabilidad. Los enemigos de Estados Unidos fueron persuadidos de que la “doctrina militar” de Eisenhower consistía en recurrir a la guerra total, incluida la nuclear, en caso de que el país fuera retado. Los “servicios” norteamericanos esparcieron el rumor hábilmente. Fue una brillante estratagema de la Guerra Fría.

En todo caso, “habla suavemente y lleva un gran garrote. Así llegarás lejos”. La frase es un proverbio africano y solía utilizarla el presidente Teddy Roosevelt. Donald Trump no cree en ella. Da gritos. Amenaza a los enemigos chinos y norcoreanos. También lo hace con los amigos de Canadá, la Unión Europea o la OTAN. Pero no lleva un garrote. No recurre a la guerra. Lo suyo son las sanciones económicas y utilizar el enorme peso financiero de Estados Unidos: 22% del PIB mundial y el dólar (la gran divisa planetaria en la que se realizan 80% de las transacciones), para lograr sus objetivos.

Afortunadamente, no volvió a mencionar la estupidez de no pagar la deuda externa y renegociarla con los acreedores. Esa es una estrategia que funciona a corto plazo entre países del Tercer Mundo, o en empresas que se acogen a las normas de quiebra, como hizo Trump varias veces, al costo de su total desprestigio como empresario, adquiriendo fama de negociador feroz y navajero, pero era un craso error utilizarla para afrontar la enorme deuda pública norteamericana.

La fortaleza financiera de Estados Unidos radica en la seriedad con que enfrenta sus compromisos desde que se creó la nación en 1776. No sé si en la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania, una gran escuela de negocios donde obtuvo su diploma en Economía, se lo enseñaron (supongo que sí), pero toda nación es tan fuerte como son sus instituciones y su voluntad de cumplir con las obligaciones contraídas, sean buenas o malas.

El “bluff” funciona en el póker y en las negociaciones de compra-venta, pero es una herramienta contraproducente en el terreno internacional. Cuando el presidente Barack Obama dijo, con toda seriedad, que el uso de armas químicas contra la población siria por parte de la dictadura de Assad era una “raya roja” que no podía traspasarse, cometió un gran disparate. Al cruzarse de brazos y no haber respondido con el “gran garrote”, los enemigos se envalentonaron y arreciaron las masacres.

Lo mismo acaba de suceder en Venezuela durante el gobierno de Trump. Tras jugar con la fantasía de “todas las sanciones están sobre la mesa”, nada menos que a cargo del vicepresidente Pence, el gobierno de Trump suscribía un compromiso muy serio. El «todas» incluía la respuesta militar, pero al hacerse obvio que por ahí no iban los tiros –nunca mejor dicho–, la narcodictadura de Maduro arreció la represión y se propuso desbaratar la Asamblea Nacional, atreviéndose a encarcelar a Edgar Zambrano, primer vicepresidente de la AN, en lo que parece ser un ensayo general para la aprehensión del presidente interino Juan Guaidó.

Washington, por medio de sus servicios de inteligencia, tiene la capacidad y el peso específico que se requiere para ganar ese tipo de batalla sin necesidad de desembarcar un solo soldado. Era mucho más sensato y productivo advertir públicamente que Estados Unidos recurriría al boicot económico absoluto contra los enemigos y contra las empresas y los países que los asistieran.

Sólo hay que ver lo que significa en América Latina que Estados Unidos le niegue la visa a un sujeto corrupto, vinculado al narcotráfico o al blanqueo de capitales. Es una especie de muerte civil, de scarlet letter tatuada con fuego sobre la frente de los transgresores. Si esa sanción se extendiera a la Unión Europea, a las democracias latinoamericanas y a Canadá ganaría mucho en contundencia, pero ello no se consigue tratando a los países amigos como si fueran adversarios.

Nadie es inmune a esas sanciones morales y prácticas. Nadie en el terreno personal o como nación, aunque los delincuentes se hayan apoderado del país, como sucede en Venezuela. Los criminales necesitan mover sus capitales, adquirir residencias en sociedades habitables, curarse en hospitales del Primer Mundo. Quieren, como los mafiosos sicilianos, que sus hijos estudien en buenas universidades y adecentar las fortunas mal adquiridas dentro de mercados legítimos. Cerrarles esos caminos es correcto, pero hay que hacerlo en serio. Sin dejar pasar ni una pizca de oxígeno.

 

@CarlosAMontaner

El hombre del año y el vicio de siempre, por Carlos Alberto Montaner

Odebrecht-

 

Marcelo Odebrecht es el hombre del año en América Latina. Este ingeniero brasileño nacido en 1968, nieto del fundador de un enorme conglomerado empresarial, es el príncipe de los coimeros del planeta. Para evitar la sentencia de 19 años de cárcel, algo que ha logrado hace solo unos días, ha delatado a sus cómplices en su condición de “colaborador eficaz de la justicia”, desestabilizando a muchos de nuestros países, mostrando (muy a su pesar) las miserias y cinismo de numerosos políticos y funcionarios.

La Organización Odebrecht era una enorme empresa de ingeniería civil, con casi 200.000 trabajadores y una facturación de más de 40.000 millones de dólares, de los cuales ya ha perdido una tercera parte. Operaba en una veintena de países, algunos de ellos con un PIB menor que los ingresos de la compañía, pero el grueso de su operación y de sus sobornos los llevaba a cabo en Brasil.

Repartió en total unos mil millones de dólares. En términos absolutos el país más corrupto fuera de Brasil fue Venezuela (98 millones de dólares), algo totalmente predecible, porque su gobierno es una especie de inodoro inmundo, pero las naciones latinoamericanas que más coimas per cápita recibieron fueron Panamá (59 millones de dólares) y República Dominicana (92 millones de dólares).

El modus operandi era sencillo. Los hombres de Odebrecht detectaban a un candidato con posibilidades y comenzaban a negociar. Podían hacerlo primero presidente y luego rico. Brasil tenía grandes publicitarios y magníficos gabinetes de campaña. Ese estupendo expertise se ponía al servicio de la persona elegida junto a cantidades importantes para sufragar el costo de la operación.

Todo lo que el candidato debía hacer, una vez elegido en las urnas, era aprobar los abultados presupuestos y confiarle a Odebrecht la ejecución de las obras públicas programadas. El enorme monto era sufragado por los impuestos pagados por los pueblos o mediante préstamos a los que habría que hacerle frente algún día. 

Los brasileños de Odebrecht, por su parte, hacían bien las carreteras, los túneles o lo que fuere, y se ocupaban de pagar seriamente lo pactado en Suiza, en Andorra o en algún otro paraíso fiscal, organizando minuciosamente la logística de la corrupción. Cumplían su palabra. Lo de ellos no era engañar a los políticos ni desvalijar a los ladrones, sino facilitarles la famosa consigna secreta de “robar, pero hacer”, mientras aumentaban la facturación año tras año.

Se podía confiar en sus palabras de mafiosos dotados de corbatas de seda y trajes de 5.000 dólares. Carecían de color ideológico. Sin el menor escrúpulo pactaban con el venezolano Nicolás Maduro o con el ecuatoriano Jorge Glas, el vicepresidente de Rafael Correa –apóstoles del socialismo del siglo XXI–, enemigos naturales de la economía privada de mercado, de la cual la empresa Odebrecht era la quintaesencia.

El problema, naturalmente, no es Odebrecht, sino la mentalidad que impera en América Latina. A otra escala más modesta, es así, mediante coimas, pequeñas o grandes, como han funcionado la mayor parte de nuestros gobiernos desde tiempos inmemoriales, con un agravante terrible: a nuestras sociedades no les preocupa. La corrupción comparece al final de la lista de los males que deben erradicarse en la mayor parte de las encuestas. En México llegan a afirmar, seriamente, que “la corrupción es solo otra forma de distribuir los ingresos”.

¿Por qué sucede esta ausencia de principios en nuestro mundillo?

Tal vez, porque la mayor parte de los iberoamericanos –incluyo a los brasileños– no perciben claramente que el dinero público es aportado por todos nosotros y la corrupción es como si nos metieran la mano en bolsillo y nos robaran la cartera. Lo que ocurre en el Estado no nos compete.

Acaso, porque el cinismo es total y damos por descontado que al gobierno se va a robar y no nos preocupa, siempre que sean “los nuestros” los que se enriquecen con los recursos ajenos. Somos víctimas de una clara anomia moral.

Sin duda, porque el clientelismo, esa pequeña coima otorgada por el gobierno, es una forma de corrupción en la que millones de iberoamericanos se adiestran en ese tipo de conducta nociva.

Por eso no es de extrañar que, pese a Lava Jato, como se llamó en Brasil a la operación judicial contra la corrupción, vuelvan a elegir a Lula da Silva, quien hoy encabeza las encuestas pese a sus sucios negocios. Hace años lo dijeron los peronistas en la vecina Argentina en un grafiti que el tiempo no ha borrado y revela el drama de fondo: “Puto o ladrón queremos a Perón”.

 

@CarlosAMontaner

El Nacional

¡Dejen en paz las tumbas, las estatuas y los nombres de las calles! por Carlos Alberto Montaner

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Una estatua del general confederado Robert E. Lee en Nueva Orleáns es removida el pasado 19 de mayo. Scott Threlkeld AP

 

Leo en Infobae que unos indios mapuches apearon de su pedestal un busto de José de San Martín en Argentina y lo lapidaron a ladrillazos hasta desfigurarle el rostro marmóreo. No era una inocente gamberrada, sino lo que hoy llamaríamos un crimen simbólico generado por el odio. Mientras apedreaban al Libertador de Argentina, Chile y Perú le gritaban, airados, no se sabe por qué, “colonizador, colonizador”.

En Estados Unidos, las estatuas del general Robert E. Lee han sido objeto de una gran controversia por los intentos de derribarlas. Lee fue un ingeniero militar que dirigió el Ejército Confederado sureño durante la Guerra Civil (1861-1865), héroe condecorado por sus previas acciones en la guerra mexicana, a la que acudió junto a Ulysses Grant, otro galardonado, que luego comandara los ejércitos yanquis por designación de Abraham Lincoln.

Acusan a Lee de esclavista, que lo fue, pero pequeño, como la mayor parte de los sureños blancos en el siglo XIX, aunque sus enemigos admiten que se trataba de un general competente y de un patriota austero y laborioso que ni siquiera estaba de acuerdo con la secesión de los estados rebeldes.

En el parque central de Nueva York hay una estatua de Colón que peligra. Un par de policías la custodian y protegen del rencor étnico. Han amenazado con volarla. Hay indígenas que no le perdonan a D. Cristóbal su hallazgo del continente americano. Les molesta, especialmente, el concepto eurocéntrico del “Descubrimiento”. Y hay latinoamericanos ácidamente indignados contra el (presunto) genovés por lo que “nos hizo” junto a un puñado de españoles audaces hace más de 500 años.

Pero en España, además de víctimas del revisionismo histórico, son también victimarios. En el país hay un intenso esfuerzo de erradicar de los callejeros el nombre de militares franquistas que ganaron la Guerra Civil (1936-1939), mientras algunos, en serio, se proponen expulsar el cadáver del generalísimo Francisco Franco del Valle de los Caídos, donde está enterrado bajo una lápida gigantesca que señala sus 40 años al frente del Estado español.

El presidente boliviano René Barrientos Ortuño, con la aliviada simpatía de casi todo el país, ante la imposibilidad legal de celebrarle un juicio al Che Guevara y fusilarlo al amanecer por acudir al país a matar soldaditos, dado que el código penal no autorizaba la pena de muerte, dio la orden extrajudicial de que lo liquidaran. Craso error y craso crimen. Hubiera sido mucho mejor entregarle el prisionero a Estados Unidos, como pidió reiterada e inútilmente la CIA por medio de su agente Félix Ismael Rodríguez.

Pero eso ocurrió hace medio siglo, precisamente en octubre de 1967. Evo Morales, quien, en una de sus hilarantes “evadas”, denunció, muy preocupado, que su país había sufrido los ataques arteros del Imperio Romano, acaba de reivindicar la figura del Che y rendirle homenaje al argentino asesinado a balazos tras ser capturado en combate tras su miniinvasión a Bolivia.

Recuerdo una simpática crónica, creo que de Alfonso Ussía, de hace unos 30 años, cuando comenzaron a quitar los nombres de los oficiales franquistas de las calles, implorando que no hicieran esa barbaridad para no enloquecer a los carteros y a los taxistas. Proponía, en cambio, que les agregaran adjetivos calificativos a la nomenclatura callejera. Por ejemplo: General Emilio Mola “el bueno”, o “el malo”, dependiendo del humor de la época, pero que no le arrebataran el sustantivo con el que han conocido a la dichosa vía durante mucho tiempo porque era una manera insensata de crear una gran confusión urbana.

Tenía razón. Cada generación posee el derecho de revisar la historia, pero no de hacer tabla rasa de los juicios de valor anteriores. Lo preferible es que dejen las estatuas, las tumbas y los nombres de las calles tranquilos, y que agreguen unas nuevas estatuas, tumbas y nombres contrarios a los viejos, porque la historia es exactamente así, poliédrica, y no tiene sentido someterla a los vaivenes de los tiempos.

Ya se sabe que Napoleón era el adorado y genial emperador, o el cruel enano corso que destruyó a su país con aventuras insensatas, dependiendo de quien examinara su expediente, pero es absurdo reescribir lo que ocurrió, entre otras razones porque depende de la perspectiva del observador. Ya usted conoce la gastada estrofa de Campoamor sobre el color del cristal con que se mira. Don Ramón acertó.

 

@CarlosAMontaner

El Nacional